por Luis Borje Corral
Pablo sentía mucho calor cuando volvió a repasar en su mente, en orden, los nombres de todos los hombres con los que su mujer se había acostado. Se desperezó, se reclinó sobre el asiento, juntó las manos detrás de su cabeza, miró la punta de su zapato y movió un poco el pie. Tenía las axilas mojadas. Se acomodó de nuevo sobre la silla de plástico con ruedas y trató de mantener la espalada recta. Con agitación, como pellizcándola, estiró dos veces su camisa. Se levantó y fue al baño. Primero se lavó las manos, luego orinó observando con atención las burbujas que se creaban en el agua del escusado; se lavó las manos otra vez, se las secó y con la toalla mojada se refrescó la cara. Se miró en el espejo, dobló los labios hacia adentro y se enseñó los dientes; ladeó la cabeza y con la mano derecha tocó su reflejo por varios segundos. Salió del baño, regresó a su escritorio y se volvió a sentar. Miró su reloj y con repentino apuro apagó su computadora Compaq modelo 94, blanca y muy pesada, la cerró y la guardó en su maletín junto con varios papeles desordenados que estaban sobre su escritorio. Se puso el saco del terno y salió de la oficina sin avisar a nadie.
En la calle, el sol parecía morderle la cabeza. Era la una de la tarde y Pablo tenía que ir a almorzar. No comer a esa hora lo irritaba. Pasó por la tienda en la que todos los días compraba una botella pequeña de agua de güitig, y observó que aquel hombre con el que solía encontrarse, estaba ahí, sentado en un banco sobre la vereda, fumando y tomando coca cola light. Aunque jamás habían hablado, Pablo percibía en él algún tipo de complicidad. Terminó de beber el agua en la tienda, devolvió la botella, metió su mano en el bolsillo para pagar y descubrió que sólo tenía dos dólares; pagó, agradeció y retomó su camino. Trataba de pensar en lo que tenía que hacer al regresar a la oficina, cuando apareció otra vez la idea; se detuvo, apoyó un hombro a la pared y repasó en su mente, en orden y varias veces, todos los nombres de los hombres con los que su mujer se había acostado. Cerró y abrió los ojos, una y otra vez hasta que su vista se aclaró. Apretando con su mano la manija del maletín, atrayéndolo hacia su cuerpo, empezó a caminar y se dirigió por la Juan León Mera hasta la Roca, directo al restaurante de comida china en el que llevaba tres meses almorzando los martes. En el camino se preguntó por la razón del interrogatorio morboso que venía ejerciendo en contra de su mujer y, mientras lo hacía, innumerables y dolorosas preguntas más vibraban en su cabeza; procuraba recordarlas todas y por varios segundos consideró buscar un teléfono. Apenas dos meses antes, había cumplido un año de casado.
El lugar estaba repleto de gente y caldeado, con esa humedad que aparece en los restaurantes a la hora del almuerzo. El ventilador con un aspa rota, producía un ruido molestoso. Pablo entró y fue directo a la caja, vaciló al encontrar un rostro desconocido, pero se decidió enseguida y a la persona que estaba atendiendo, sin mirarla a los ojos, le dijo –señor me da un chaulafán por favor–. El individuo, de aspecto indígena, lo observó y luego respondió –señor, por el momento no tenemos mesas libres, ¿desea esperar un momento?–. Pablo sacó de su bolsillo el dinero que le quedaba y le dijo –sí, no hay problema, le pago de una vez para así poder sentarme apenas se desocupe alguna–. El hombre de la caja asintió con la cabeza y continuó –desea talvez nuestro menú ejecutivo que cuesta dos dólares cincuenta, lleva jugo y...– tratando de mantener la calma y concentrando toda su molestia en un lunar con pelos que resaltaba bajo el ojo del cajero, Pablo lo interrumpió –no señor, no gracias, solo deme un chaulafán por favor–. El cajero, fiel a su ocupación realizó una sugerencia más –le gustaría acaso un postre con su chaulafán señor–. Pablo, estrujando los dedos del pie dentro de los zapatos y despreciando el lunar del cajero, respondió –un chaulafán por favor– y, en silencio, recibió el ticket que el indio le entregó.
Pablo fue a lavarse las manos al baño y pensó que a su regreso ya debería haber una mesa desocupada. Abrió la puerta del baño con energía y se encontró con una anciana sentada en el escusado que sostenía un pedazo de papel higiénico rosado en la mano; lo afectaron las várices que observó en sus piernas; y escuchó el alarido mientras, precipitado, cerraba la puerta. Intranquilo, con su maleta en la mano, regresó hasta donde se ubicaban las mesas. Sintió cómo el sudor le resbalaba de las axilas hasta los codos. Advirtió que la necesidad, maligna y potente, aparecía otra vez y trató de resistirse, apretó los dientes; pero no pudo hacer más que repasar en su mente, en orden, uno a uno, todos los nombres de todos los hombres con los que su mujer se había acostado. Lo hizo dos veces. Se prometió que lo haría tan solo una vez más, que esa sería la última vez en el día, y lo volvió a hacer. Respiró hondo y apoyó su espalda en una de las grasosas paredes del lugar.
Escuchó el ventilador. Se pasó la mano por el pelo y esperó parado unos minutos más, hasta que notó que un grupo de personas estaba levantándose de una mesa. Se apresuró a sentarse. La mesa estaba completamente sucia, llena de platos, cubiertos y vasos. Pablo, acomodó su maletín en el suelo, muy cerca de sus pies, y observó que uno de los vasos estaba casi lleno. En el restaurante había apenas dos meseros para atender a más de quince mesas. Los dos, el chico con acento manabita, y la mujer con el pelo pintado de rojo, aunque lo conocían, pasaban a su lado, una y otra vez, sin prestarle ninguna atención. Pablo miró el vaso de jugo casi lleno y escuchó el ventilador, también recordó el lunar con pelos del cajero y sintió ganas de arrancárselo. Cuando la mesera pasó por su lado, entregándole el ticket, Pablo le dijo –disculpe, señorita, me puede traer el chaulafán que ordené hace un momento por favor– y como si nunca lo hubiera visto antes, ella contestó –claro, enseguida señor–. Vagamente satisfecho, Pablo miró otra vez el vaso de jugo y creyó que varias personas en el lugar, sobre todo el hombre en la mesa detrás de la suya, lo estaban mirando. Imaginó, o sintió, al hombre a sus espaldas como un gringo de barba canosa y pelo castaño, con camisa roja a cuadros, y de más de cincuenta años. Relajó su peso sobre la silla, colocó uno de sus puños debajo de su nariz e inició una nueva revisión de lo que tenía que hacer por la tarde en la oficina. Hubo algo que no pudo recordar y empujó los platos cuidando de no regar el jugo, buscó alguna servilleta limpia y frotó con ella una viscosa mancha de salsa de soya que resaltaba en el mantel, subió el maletín, lo abrió y hurgó entre sus papeles hasta que dio con lo que buscaba. Cerró el maletín y, con cuidado, lo volvió a poner cerca de sus pies. La mesera pasó a su lado llevando varios platos y vasos sobre el charol. Pablo estiró su palma húmeda hacia el vaso de jugo pero la retiró con brusquedad y, palpitante, miró en varias direcciones. Cuando la mesera regresaba con el charol bajo el brazo, Pablo la llamó pero ella no lo escuchó y entró de nuevo a la cocina. Deslizó el brazo debajo de la mesa y con todos los dedos acarició su maletín. La mesera apareció otra vez con el charol lleno, y cuando se disponía a iniciar la repartición de comida, Pablo, moviendo los brazos y en voz alta, la volvió a llamar. Ella se acercó y forzando una sonrisa le dijo –me puede repetir qué era lo suyo señor–. Golpeando el dedo índice contra la mesa con ansiedad vertiginosa y mirando de soslayo algunos vellos negros y gruesos que se colaban entre el brazo y la manga corta de la mesera, respondió –un chaulafán–. Ella asintió con un largo parpadeo insolente, y continuó su tarea. Pablo se llevó las manos a la cara, exhaló y, bajito, sin que nadie lo escuchara, musitó –por favor.
Secó las gotas diminutas de transpiración que había en su frente y en su nariz, se rascó la cabeza con excitación y luego se olió las uñas. Escuchó el ventilador. Intuyó, inquieto, que la necesidad, esa retorcida obligación, se acercaba, y moviendo su cabeza levemente, sin poder contenerse, rendido, pronunció, en orden, uno a uno, todos los nombres de los hombres con los que su mujer se había acostado. Respiraba de manera pesada y recordó que cuando era niño, a veces, no podía dejar de masturbarse. En ese momento la mesera, sin detenerse, puso sobre la mesa un plato de chaulafán y un par de cubiertos envueltos en una servilleta. Pablo observó su comida, agarró los cubiertos, les sacó la servilleta y empezó a comer. Cuando le faltaba poco para terminar miró otra vez el vaso de jugo casi lleno. Siguió comiendo. De pronto tomó el vaso de jugo con la mano y, regándose un tanto por las comisuras de los labios, se lo bebió. Dejó caer el vaso al suelo, empujó la silla hacia atrás, cogió su maletín, se levantó y corrió hasta la puerta. Salió del lugar caminando y algunos metros más allá se paró, miró al Pichincha, levantó la cara y con los ojos abiertos permitió que el sol lo incendiara hasta que, macizo, extendió su mano y, como envarándose, se prendió del brazo de alguien, quienquiera que pasaba por ahí.
Este cuento es parte del libro "Cabeza de avestruz" (2017), publicado por Turbina Editorial
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