Acababa de exhalar la primera bocanada de humo del cigarrillo cuando escuchó el crujir del cráneo reventándose contra la acera. Se apresuró a alcanzar la pequeña pared que separaba la terraza del vacío para confirmar sus sospechas: alguien había caído desde el edificio contiguo. Arrojó el cigarrillo y bajó con prontitud las escaleras mientras buscaba en su móvil, por mero protocolo, el número de alguna ambulancia. Ya en la calle, avanzó algunos metros a tientas mientras sus pupilas se acostumbraban al implacable sol de la media tarde. No tardó en percatarse de que el auxilio paramédico habría sido en vano, pues una larga estela de sangre que se escabullía hasta la autopista comenzaba a coagularse. -“Mejor sería llamar a medicina legal de una vez”- pensó. Absorto en la contemplación del cuerpo e intentando identificarlo, le tomó un tiempo considerable advertir que era el único, de entre los miles de habitantes de su ciudad, que había mostrado interés en el cadáver.
-¡Hey, alguien! - gritó. Se detuvo en medio de la calle buscando llamar la atención de algún automovilista, pero más de una vez tuvo que hacer maniobras de esgrimista para proteger su integridad.
Entre los sonidos de los autos y sus respectivas bocinas, escuchó lo que parecía ser el zumbido de un furioso enjambre de abejas asesinas. Afiló su oído. Halló el origen del ruido en un megáfono sostenido por un sujeto de aspecto fantasmagórico envuelto en un frac negro que iba acompañado por algunos personajes en similar atavío; mientras sus acompañantes aplaudían, un hombrecillo encorvado por el peso de su sotana blanca repartía bendiciones a diestra y siniestra.
El samaritano se percató de que quienes pasaban a su lado buscaban conglomerarse en frente de la plaza principal, justo de cara al tipo del megáfono; desde su posición, se dispuso a desenmarañar los mensajes amplificados. No tardó en comprender lo que estaba escuchando en toda su terrible magnitud.
Incrédulo aún, escuchó escapar del aparato sendos discursos que alentaban a la autodestrucción del pueblo a través de la auto-eliminación de sus habitantes. Las premisas eran claras: una vida mejor, un futuro promisorio más allá de su respectivo tiempo, de su propia existencia; según los sujetos en la tarima, la inmolación era el camino hacia la redención, la solución definitiva. El samaritano volvió su mirada a los edificios que rodeaban la plaza sólo para constatar con terror, que la muerte de su vecino no había sido ni un accidente ni un caso aislado. Varios de los que habían atestiguado los discursos ahora recorrían el camino señalado, lanzándose de los edificios cercanos o interponiéndose en el camino de los conductores indiferentes. Mientras el hombre de sotana bendecía el frenesí suicida, un vaho sanguinolento comenzaba a apoderarse del ambiente.
A empujones buscó abrirse paso hasta el frente de la tarima. Cuando estuvo lo suficientemente cerca de ellos, sus rostros le alarmaron tanto como sus palabras, sus caras parecían sostenidas a la fuerza, irreales, desfiguradas por una sonrisa inerte, inmóviles. Ahora, en peligrosa proximidad, notó cómo sus trajes dejaban ver las varitas que sostenían las máscaras que enseñaban al público. Desde su posición, podía distinguir los verdaderos rasgos detrás de las caras falsas: facciones demacradas por la eternidad misma, rostros llenos de cicatrices y de pústulas prestas a reventar que expelían un olor nauseabundo. Alcanzó a distinguir al de sotana, de cuyas cuencas oculares salían gusanos regordetes del tamaño de sus dedos. Definitivamente criaturas sobrenaturales, más allá de las leyes del mundo y Dios, concluyó.
Con cautela pero con premura, se abrió paso por la marea humana. Buscaba acercarse más, ansiaba dejar al descubierto a los impostores, derribar sus caretas de un zarpazo, pero cuanto más se aproximaba a las abominaciones, los que salían del sermón le dificultaban más el paso; peor aún, quienes abandonaban la plaza eran inmediatamente reemplazados por corrientes de nuevos concurrentes, que habían aparcado sus autos en los alrededores y se sumaban a la audiencia. Sin embargo, su determinación de desnudar la verdadera esencia de las criaturas lo llevó hasta la primera línea, desde donde podría dejarlos en evidencia.
Cuando finalmente logró tenerlos a su alcance, estiró su mano, tratando de tomarlos de sus máscaras o túnicas. Cuando estuvo a distancia de asir la sotana del de blanco, tuvo que ver con impotencia cómo sus manos parecían cazar mosquitos. Varios intentos infructuosos por tomar las vestimentas, o las manos o caretas, lo hicieron desistir de su objetivo. No solo eran repulsivos sino también etéreos, intocables. Invencibles.
La imposibilidad de derribarlos definitivamente lo desahució. Miró a su alrededor, pero el panorama no había cambiado, él era una gota en el mar de crédulos: el destino de su pueblo estaba sellado.
Decidió que no atestiguaría el holocausto definitivo. Avanzó por la marea tratando de llegar al cuerpo de policía que desde la última fila parecía cuidar el ritual. Encontró al escuadrón hipnotizado por las arengas a favor del suicidio, por lo que se le facilitó despojar furtivamente al comandante de su arma de dotación. Con el dedo en el gatillo, se acercó lo más que pudo a la tarima, a solo un par de metros de las criaturas.
A pesar de tener conciencia de lo inútil de su acción, disparó dos balas que atravesaron sin lastimar a los predicadores de la muerte, quienes continuaron sus diatribas y pregones mortales. Era la última esperanza para desterrarlos de la existencia, y sentía que debía agotarla. Ahora no le quedaba sino consumar su propio destino. Pero no iba a morir sin consignar sus angustias en el aire:
–¿Quién los adorará cuando nadie quede? ¿Quién los enriquecerá cuando el último se haya ido?– gritó vaciando sus pulmones. Acto seguido abrió la boca, apoyó el cañón de la pistola en el paladar, y la accionó. El acto público no fue interrumpido ni por su muerte ni por las siguientes. Nadie pareció alarmarse, el pueblo seguía absorto en la verdad que estas criaturas demoníacas les presentaban.
Sólo un objeto se atrevió a perturbar la sombría ceremonia: un globo de helio con forma de corazón rojo que pasó en frente del megáfono y se elevó impune por los aires. Su pequeña dueña permanecía absorta, con la mirada fija en aquel hombre aterrorizado por la indolencia de sus coterráneos. Los diminutos dedos por donde se había deslizado el hilo del globo permanecían ligeramente separados.
* Esta narración forma parte del libro "Mártir" (Editorial Exilio 2018)
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