por Mario S. Portugal-Ramírez
Todos soñamos despiertos alguna vez, muchas veces casi perennemente, en especial si debemos arrebatar algo de tiempo a esos largos momentos de espera. Los lugares para la ensoñación son variopintos, como la sala de espera antes de la ventanilla de un banco, la oficina pública donde aguardamos por algún trámite, la recepción del dentista o cualquier vehículo del transporte público, en especial si éste hace el recorrido desde la ciudad de El Alto hacia La Paz, con el siempre imponente Illimani de fondo.
No importa la edad para soñar despierto, menos aún el tema, porque todo puede ser objeto de ensoñación. En la juventud, quizás soñábamos sobre dónde estaríamos dentro de algunas décadas, cuando las canas se apoderen de nuestras sienes; o tal vez sobre aquel amor platónico que por fin sabría que existimos, aunque sea de forma onírica. En la vida de adulto, es menos frecuente fantasear, aunque no perderá su intensidad, en especial si nos preguntamos qué pasaría si decidiéramos abandonarlo todo, tomar una maleta y recorrer el mundo.
Pero no siempre es acerca de nosotros. A veces soñamos despiertos sobre otras personas, incluso las desconocidas. Puede pasar que, en algún embotellamiento en la Avenida Pérez Velasco, donde los minutos se hacen interminables, observemos por la ventana del minibús a alguien pasando que nos llame la atención. De inmediato le nombraremos y le crearemos una vida hipotética, a veces trágica, a veces más sensata incluso que la nuestra. Nos preguntaremos si alguna vez llegaremos a conocerlo en persona para verificar si las presunciones de nuestra modorra eran acertadas.
En ocasiones ni siquiera es necesario atisbar a través de la ventanilla. Basta mirar al siempre misterioso conductor del minibús y preguntarse sobre su vida y las ilusiones que tiene más allá del volante y de las cuatro ruedas. El laureado escritor boliviano Gabriel Mamani Magne nos invita a hacer este ejercicio onírico en su reciente novela breve “El rehén” (Dum Dum Editora, 2021).
El libro tiene dos partes bien diferenciadas. En la primera el autor presenta magistralmente a los personajes de la narración, de forma directa y sin remilgos, ofreciéndonos unas pinceladas sobre ellos que son suficientes para cautivar la atención del lector, sin necesidad de extendernos más en su pasado o en sus psicologías. En otras palabras, Mamani Magne tiene la virtud de construir unos personajes creíbles e interesantes en unas breves líneas. Algunos de estos personajes tendrán mayor o menor relevancia en el resto de la narración.
De esta manera, conocemos a Yuri Roberto Yupanqui, apodado como “Chuño”, conductor de minibús, de sueños colosales desbaratados por la realidad y aferrado aún a glorias pasadas, en este caso un gol hecho en un partido de fútbol local hace muchos años atrás.
También se nos presenta a los dos hijos de Chuño Yupanqui, el mayor de ellos, que actúa como narrador, y a su hermano Tavo, un niño algo tímido que despierta ternura, así como irritación en el hermano mayor. Ambos personajes son los verdaderos protagonistas de la narración, en especial en la segunda parte de la obra.
La galería de personajes secundarios es también atrayente. La madre de los niños y esposa de Chuño, Blanca, apodada como “Tunta”, es sin lugar a dudas un personaje atractivo que evoluciona en unas pocas líneas. De ser una ama de casa, confinada a las tareas del hogar, pasa a convertirse en una mujer independiente que abandona a “Chuño” Yupanqui, tras años de desprecio. Se convierte así en la conductora de un minibús naranja, apodado la “papayita”. También tenemos a Colque, antagonista de “Chuño”, un “gordinflón, emputante”, a quién detestamos con apenas unos cuantos renglones (una verdadera proeza narrativa de Mamani Magne). Si bien ambos personajes solo son mencionados de forma puntual en la segunda parte de la historia, son relevantes en los hechos que harán avanzar la trama.
Los ambientes que describe el autor son pocos, pero altamente efectivos para apuntalar la atmósfera del relato. Así, la trama transcurre en canchas de fútbol, bares, casas de adobe y de forma muy cuidada, dentro de los minibuses. Considero que este es el principal acierto de Mamani Magne: transporta a nuestra memoria a los años noventa, a los estrechos asientos de los minibuses con calcomanías pegadas en los parabrisas, a los tejidos de croché que recubren el tablero del vehículo y, sobre todo, a la imposición de la banda sonora preferida del chofer del minibús, en este caso, las cumbias.
Como adolescente de los noventa, habitante de la ciudad de La Paz, me sentí trasladado tres décadas atrás, a uno de aquellos minibuses con la cumbia de moda sonando en el estéreo . A pesar de que el lector no guste para nada de este estilo musical, como en mi caso, le resultará difícil no recordar aquellos viajes en minibús por La Paz o El Alto donde alguna cumbia sonaba insistentemente, hasta el punto de que tantos años después uno puede incluso tararear el coro cuando escucha la pieza en algún programa de música “del recuerdo”. En “El rehén” la cumbia no solo sirve para establecer el ambiente del relato, sino que es una protagonista en toda regla.
En la segunda parte de la novela, luego de los hechos acaecidos que impulsan la huida de
“Chuño” y sus hijos, somos conducidos a una remota vivienda hecha de adobe a las afueras de La Paz. Allí conoceremos a Yumiciel, Maicol, Edson, Abel y más tardíamente a Lenin, nuevos personajes que acompañaran los hijos de “Chuño” Yupanqui en su travesía. Digo “travesía” en sentido figurado, pues la historia no solo nos lleva hasta el predecible desenlace, sino que nos muestra el complicado tránsito de la niñez a la adolescencia.
La novela de Mamani Magne es, después de todo, un homenaje a esa infancia irrecuperable que quedó desamparada en el siglo pasado. Hay una añoranza sobre el tiempo transcurrido, que se hace evidente en sutiles homenajes a las caricaturas de las que disfrutábamos en los noventa como Pokémon, encarnado en una mascota de los niños llamada Chikorita.
El recorrido hacia la adolescencia y, por ende, a la adultez, implica que se nos presente los claroscuros morales que enfrentamos al crecer, tal como sucede a los hijos de “Chuño” Yupanqui. Es muy elocuente como el narrador termina, por ejemplo, naturalizando las acciones de su padre, como sí estas no fuesen más que la secuela de todas sus decisiones presentes y pasadas.
La trama de “El rehén” es narrada de forma cautivante, logrando que el lector recorra sus páginas deseando saber lo que sucederá con el padre y los niños. No hay florituras que hagan el texto cansino; al contrario, Mamani Magne escoge con virtud las palabras, sin entrar a detalles innecesarios. Destaca además el uso de expresiones populares, utilizadas adecuadamente en el texto, por lo tanto, el ocasional lector extranjero no necesitará estar familiarizado con los localismos bolivianos.
A pesar de ser una obra notable, hay ciertos aspectos que la alejan de la perfección. El más significativo, a mi juicio, es el estancamiento en el desarrollo de los personajes como “Chuño” Yupanqui, Blanca “Tunta” y Colque en la segunda parte del relato. Esto es aún más evidente en el caso de “Chuño”, quien pese a ser relevante para toda la historia, tiene apariciones puntuales, a veces anecdóticas, en una historia que en la verdad trata sobre él. Es posible que el autor haya decidido centrarse en los hijos y sus amigos, elección válida, pero que no justifica el parcial mutismo de otros personajes. Seguramente muchos lectores de “El rehén” coincidirán que Blanca “Tunta”, Colque, pero sobre todo “Chuño” Yupanqui son personajes tan cautivantes sobre los que queremos saber mucho más. Sus historias merecían al menos un capítulo extra en la obra o incluso, me atrevo a decir, sus propias novelas.
El estancamiento es aún más evidente con otros secundarios, en particular la tía Fany o Franki, de quienes sabemos apenas lo suficiente, convirtiéndose en mero estereotipos e incluso en clichés. En cuanto al resto de los niños, el desarrollo es muy irregular. Si bien Edson y el pequeño Abel tienen mayor profundidad, se anhela conocer más detalles sobre ellos. De Maicol sabemos tan poco que lo único que recordaremos es que vestía ropa de mujer. De Yumiciel, uno de los pocos personajes femeninos, tenemos algunos rasgos sueltos que hacen imposible que empaticemos con ella. Además, su presencia parece tener como único objetivo que el grupo de niños tenga una mujer, puesto que sus intervenciones son anodinas. Por último, Lenin, primo de Yumiciel, quien hace su aparición muy tardíamente en la historia, tiene tan poca relevancia que si Mamani Magne hubiese prescindido de él no habría diferencia alguna.
Otro aspecto es lo irregular en la ambientación. Si en la primera parte, con sus bien construidos párrafos y sus precisas oraciones, podemos vernos en las bulliciosas calles de La Paz o El Alto junto a los personajes, en la segunda parte sabemos que la narración transcurre dentro de una casa de adobe sólo porque nos lo recuerdan. A pesar de que el escondite de “Chuño” Yupanqui y sus hijos es un lugar que debería causar perplejidad al lector, la narración no consigue transmitir que se está en un espacio que casi tan extraño como los problemas de sus protagonistas.
“El rehén” es, a pesar de estas pequeñas fisuras mencionadas con anterioridad, una obra recomendable. El lector, cuya niñez o adolescencia haya transcurrido en los noventa, hallará momentos que despertarán su nostalgia. Mientras tanto, el lector más joven sin duda encontrará una historia muy bien narrada y absorbente, con personajes que muchos autores usualmente no consideran que son lo suficientemente interesantes como para escribir un relato.
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