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Foto del escritorJuan Carlos Zambrana Gutiérrez

No hay horror completo


Juan Carlos Zambrana G.

 

Soy Elsa, alguna gente me conoce. Sin embargo, llevo dos días sin escuchar mi nombre.


Otra vez está anocheciendo, el abanico de luz que baja aferrado a las piedras de la pared desde la puerta del sótano empieza a apagarse, la negrura lo devorará en menos de una hora. A mí también me queda poco tiempo, por esa razón escribo, para recordar y vaciarme, para evocar lo que atesoro y deshacerme de lo que me aterra. ¡Si tan solo pudiera, ay, Virgen santísima, pasar al papel lo que me atormenta! Estoy bajo asedio, acorralada, un espíritu me persigue y me hace ver El triunfo de la muerte por todas partes, cosas horribles a donde sea que mire.


Empezaré por vaciarme, pues se ha vuelto nítido el día en que vi al espíritu por primera vez. Yo era todavía una niña, estaba montada en mi bicicleta, de cara a la tranquera de madera podrida; el cielo de mediodía se me antojaba un mantel inmenso y gris, extendido en lo alto de una habitación, cubriendo por completo una bombilla solitaria. Dejé caer mi bicicleta en el pasto húmedo, al lado del camino de tierra, metí los dedos en el bolsillo de mi pantalón y palpé la carta que mi padre había escrito para el viejo Alcides. Me apegué a la tranquera, forcejeé con la cadena, pero solo conseguí teñir mis manos con herrumbre líquida. Decidí trepar el portón, lo hice con el temor de que sus travesaños se rompieran, pero resistieron y logré saltar al interior de la estancia, con el pantalón mojado y sucio.


En la propiedad había un sendero, una huella doble, de vehículo, se adentraba en la oscuridad entre decenas de árboles de mango. Mi imaginación me sugirió que esos colosos del reino vegetal se habían reunido para inhumar sin descanso la flor de una juventud perdida.


El ermitaño vivía del otro lado de la sombra, en la casa. Consideré bordear los mangales para evitar la oscuridad, pero el terreno estaba inundado, solo la senda se había librado del agua. Empecé a caminar, el sendero se hizo apenas perceptible por la mezquindad de los árboles, que solo dejaban pasar unos pocos rayos de luz, por un par de segundos, para luego estrangularlos con sus hojas y ramas al son la brisa.


Tras los primeros metros de caminata acobijada, perdí de vista la senda, millares de hojas amarillentas yacían sobre una alfombra de hojas podridas y cientos de frutos negros y arrugados. La humedad olía a podredumbre frutal. Esas hectáreas eran Prados Asfódelos, todo parecía muerto en ellas: no había cántico de aves, ni murmullo de riachuelos, ni balidos, ni relinchos, solo los sonidos rastreros de criaturas agonizantes que se movían bajo mis botas de hule.


Puede que haya caminado muy lento, porque tardé unos minutos en encontrar un claro, la salida del sepulcro arbóreo. No obstante, me resultó imposible sosegarme: a medida que avanzaba hacia la casa del viejo, crecía en mí el deseo de volver sobre mis pasos y no saber nada más de esa propiedad. ¡Es que tendría que haber regresado a mi bicicleta!, pero me acordaba de la carta de mi padre y de repente me dominaba una osadía estúpida.


Avancé hasta que vislumbrar la casa, que estaba más allá de los límites de la arboleda, a cincuenta metros por detrás de la luz. Me pareció linda, incluso me movió a pensar que en algún momento podría llegar a ver la propiedad toda con buenos ojos. Si este lugar ha emergido del inframundo, me decía, cabe la posibilidad de que haya Campos Elíseos en alguna parte. Me di la vuelta y escruté el terreno por donde había caminado, estaba más iluminado y el olor pútrido ya no me agredía. Di unos pasos, desplazándome de espaldas en dirección a la casa; pensé que había sido una tonta al ponerme tan nerviosa por tan poco. Entonces di media vuelta sobre mis botas y paré en seco porque algo se interponía entre la casa y yo. El sol se mostraba tímido en lo alto y lo que se erguía delante de mí estaba a contraluz, una silueta fina en medio de la enorme boca de claridad en la arboleda. Llegué a verla: la calavera de Asterión, herética, clavada a media altura en un poste, revestida de luz en un momento y de sombra en el siguiente, según el capricho del viento que mecía las ramas de los árboles. ¡Dios! ¡Virgen santa! Lo supe cuando lo vi: en las cuencas negras habitaba un espíritu, un ente milenario conjurado para espantar; me torturaba su mirada, tanta crueldad contenida en un cráneo de toro.


Intenté creer que mis sentidos me engañaban, pero no resistí mucho, ni un minuto siquiera, la calavera se tornó aún más hostil y yo eché a correr hacia la podredumbre y la oscuridad. Lloraba, no fue el agua lo que empapó mi suéter. Moscas pesadas zumbaban en mis orejas y golpeaban mi rostro, yo gritaba y sacudía la cabeza mientras corría, mis botas hicieron crujir y chapotear cincuenta veces la alfombra de hojas muertas. Me sentí perdida, abandonada en la ciudad de Dite, con la certeza de que los ojos de Gorgona surtirían efecto sobre mi carne; el demonio me había visto, se precipitaría sobre mí y me obligaría a naufragar, para siempre, en su mirada abismal.


Demoré casi un minuto en llegar al punto en que pude ver la tranquera y entonces le exigí el máximo a mis piernas. Sin embargo, trepar resultó tan trabajoso… y allí perdí toda mesura, me desgarré las cuerdas vocales con un grito de pavor; las garras del maligno rozaban mis cabellos, hincó las uñas en mi cuero cabelludo. ¡No! ¡Por favor, no! Salté al otro lado y corrí sin detenerme.


Levantar la bicicleta implicaba retrasarme, por ese motivo pasé de largo, tragándome la sangre que manaba de mi garganta.


Temí morir sola en el camino, hasta que por fin encaré la senda que llevaba a la cabaña del casero, en la parte de atrás de la estancia de mi padre. Quemé mis piernas y pulmones, no iba a descansar hasta encontrarme con mi Virgilio, con un alma que me protegiera de los peligros del infierno. Esa fue Rosa, la mujer del casero; salía de la cabaña con un balde en las manos y solo cuando volteó a verme me permití ceder, me detuve y, sin quererlo, me precipité al abismo que se había abierto en mis ojos.

***

Me llevó tiempo reponerme. Hasta los dieciséis años sufrí de ataques de pánico cada vez que, por fuerza mayor o algún descuido, llegué a quedarme sola por más de un minuto. Chillaba sin consuelo, hasta que alguien de mi confianza se hacía presente y me ayudaba a recuperarme, muy lento, poco a poco. Mi padre insistía en llevarme a la iglesia para que los curas reprendieran al Diablo. Mi madre se las jugaba por los profesionales de la mente, pagaba sesiones en las que se me invitaba a explorar mi interior con los métodos del doctor Jung. Todo ese trabajo –de la mano del tiempo, con toda seguridad el mejor curandero– me ayudó. Para cuando empecé a ir a la Facultad de Derecho, lo que me había ocurrido en la propiedad del viejo Alcides ya solo parecía un mal sueño y estuve más dispuesta a cultivar amistades y a acercarme a los hombres sin temor, sin el miedo constante de parecer una loca, una jovencita perturbada y paranoica.


Los años de la universidad fueron la primavera de mi vida: pequeños viajes a las provincias cruceñas, guitarreadas con los compañeros, cervezas los bares, los primeros novios... Todo mientras avanzaba a paso firme en el plan de estudios. Esa época, en la que incluyo los primeros años de trabajo como abogada, estuvo llena de entusiasmo, de esa irracional alegría de vivir. Sin embargo, poco antes de cumplir los treinta ocurrió algo que también deseo abandonar en estas páginas.


Ya me había casado y divorciado, mi matrimonio solo había durado dos años, todavía no tenía hijos y vivía sola en un departamento de una habitación, un baño, una cocineta y una sala de estar. En una de esas noches ardientes, estaba acostada en mi cama, leía a Silvina Ocampo, con el aire acondicionado a toda máquina. En algún momento sentí que iba a quedarme dormida, dejé el libro sobre la mesilla y salí de la cama para ir al baño. No puedo decir por dónde hizo su ingreso –es que no lo sé–, pero allí estaba y solo porque conocía cada centímetro de ese inmueble fui capaz de distinguirla. La muy astuta se había escondido entre dos de mis libreros, debajo de una de esas mesillas de bordes afilados que había adquirido durante mi matrimonio y que tenía distribuidas por mi habitación y la sala. Nos miramos como hipnotizadas, descubrimos la una los planes de la otra e intentamos olfatearnos el miedo. Estuvimos de esa manera durante quince minutos, inmóviles, dudando, hasta que sus ojos adquirieron la profundidad insondable del abismo oceánico, el Pozo de Judas en su mirada.


Me mareé. En un primer momento creí que iba a desmayarme, pero me obligué a respirar profundo y pausado, a no huir, a ir ganando confianza de a poco. «¿Y si te propusiera respetarnos?», le dije mientras retrocedía muy lento para sentarme en el borde del colchón. «Es que…, si solo fueras una criatura, tendría que reconocer que eres el animal de Zaratustra y de Moisés». No mudó la mirada macabra ni el reiterativo desprecio que comunicaba al mover la lengua. «Y si fueras quien me temo que eres», proseguí, «si me estuvieras observando desde el interior de esta alimaña…, pues…, te diría que ya no me verás huir. De verdad me cuesta entender qué es lo que buscas apareciéndote así en mi habitación». No respondió, se quedó siseando bajo la mesilla.


En lo que a mí respecta, ya no iría al baño esa noche, dejé el cepillado de dientes para la mañana. Ya no era una niña, no podía salir corriendo de mi departamento, pero me toca admitir que la criatura tenía doble efecto sobre mí: era desesperantemente repulsiva, no obstante, imponía respeto, me dejaba intuir que era un ser extraordinario, sagrado a su manera y antiguo, indiferente ante el tiempo. No deseaba entorpecer el raro encuentro y me forcé a la inacción, a buscar, por medio del no hacer, una conexión con los mundos de los animales y los espíritus. Me acosté en silencio, solo oía mi respiración y el silbido del cabello de Medusa. Me hallaba predispuesta, pero la alimaña insistía en anunciarme sueños envenenados.


Estuve así por horas, con los ojos cerrados, sintiendo su aliento en el aire hasta que me dormí.


A los vivientes del edificio no les comuniqué lo que estaba sucediendo, era un asunto personal y tendría que resolverlo a puertas cerradas. Además, había noches en las que me invadía la duda. «Debe tratarse de un animal», me decía. «Una serpiente, nada más». Luego reparaba en el hecho de que no era posible subsistir como lo hacía ella, encerrada, alimentándose –sin moderación alguna– de su propia maldad. «Está poseída», llegué a decir y así pasaba los días, oscilando entre dudas y certezas, hasta que volvía a mi habitación por la noche, luego de la jornada laboral en el bufete, y encontraba a esa bestia incólume que era dueña de una paciencia inmortal y que se volvía más poderosa con cada hora.


Ese poder de atracción y repulsión me movió a coexistir. En dos o tres oportunidades pasé hacia el baño caminando lento y de soslayo, sin quitarle ni un segundo los ojos de encima. Después quise proponer un lenguaje que invitara a la comunión: me mostraba relajada y en ocasiones le hablaba. Durante siete días fui proclive a creer que la maldad que percibía iba a desaparecer en algún momento, que era solo un prejuicio, una falla en el sistema que comunicaba nuestros mundos dispares.


Sin embargo, una noche lidié con imágenes inquietantes en mis sueños, vi la calavera de toro, la peligrosa criatura que envenenaba mi vida se arrastraba sobre las hojas muertas y trepaba por el poste hasta las cuencas abisales. El aire acondicionado me estaba congelando los pies y los brazos, pero me negaba a interrumpir mi descanso para apagar el equipo. Ni el frío ni la presencia del mal en mi experiencia onírica pudieron levantarme de la cama… hasta que mis latidos aceleraron en un crescendo que culminó en el alarido de Tisífone Erinia, quien recorría el edificio, ansiosa por vengar homicidios sangrientos.


Salté de la cama, estaba ahogada con mi saliva y tenía el rostro mojado. Unos segundos después me repuse y caí en cuenta: una mujer había gritado en el vestíbulo o en la calle, lo que correspondía era brindarle ayuda. Corrí en la negrura absoluta hacia la puerta de mi departamento, pero choqué contra una de las mesillas que había dispuesto en la sala; me agarré de las cortinas para no caer. Tanteando, busqué la manija, abrí la puerta y descubrí el vestíbulo vacío: reticencia ocre bajo una sola bombilla. Afuera del edificio la escena era similar: las losetas de la calzada, la pared lateral del Hospital del Niño, los postes de luz y los panfletos prendidos en ellos, todo estaba cubierto por esos mantos de luz percudida que bajaban desde los faroles. Ni un alma en la calle.


«La mujer que gritó tendría que estar aquí», le dije al viento y me sentí torpe, desorientada.


Entré de nuevo al edificio, dejé abierta la puerta de mi departamento y me detuve bajo el marco de la puerta de mi alcoba. Me aquejó de pronto un dolor en la espinilla, encendí la luz: el golpe contra la mesa pequeña me había levantado una porción de piel, una lágrima de sangre se escurría hacia mi empeine desnudo. Atontada, me quedé mirando el lento discurrir de mi plasma hasta que un siseo prolongado me envolvió desde el aire frío y erizó mi piel. Mi compañera de habitación se había desenroscado y recorría imposible –mucho más larga y veloz de lo que cabía esperar– el tramo que iba desde mis libreros hasta donde me encontraba parada. Arrastró por entre mis piernas su cuerpo ondulante y percibí, solo por un instante, el brillo endiabladamente oscuro de su par de ojos.


¡No! ¡Dios santo!


Pasó de largo. La seguí con cautela hasta el vestíbulo y la vi marcharse por una abertura mínima en la entrada de Blindex del edificio.

***

No tardé en darme cuenta de que, como Dante, yo también había salido airosa de mi contacto con el infierno. Pasaron algunos meses y esa conciencia resultó cada vez más estimulante, como si se desatara el Eros de mi vida, una energía creadora que brotó desde muy adentro en mi cuerpo; me inundó y empezó a derramarse a mi alrededor: me casé por segunda vez, tuve dos hijos, una modesta carrera de escritora y, además, la dicha de dedicarme al cuidado de mis niños –escribía cuentos y novelas mientras ellos dormían o cuando estaban en el colegio–.


Haberlos hecho crecer, a Humberto y Danielito, haberlos educado, haberles enseñado a ser hombres buenos, todo eso junto se convirtió en lo más hermoso que hice. Solo Dios sabe cuánto los extraño ahora.


Es muy raro, desde que tuve uso de razón escuché a mi madre decir “no hay felicidad completa”, pero mentiría si dijera que no fui totalmente feliz durante la infancia de mis hijos. Toqué el cielo.


Sin embargo, más adelante, las palabras de mi madre se tornaron proféticas. En el año en que cumplí 47, la muerte le pidió cuentas a mi padre y a nosotras nos dejó con una tristeza muy honda. Mi madre sencillamente no pudo continuar y acabó enfermándose. Durante cuatro años sufrió una serie de fallas en los órganos, como si la maquinaria interna de su cuerpo de viuda se hubiera ido apagando por partes. El tratamiento era caro y no me quedó otra opción que regresar a la estancia de mi padre muerto –lugar que yo había evitado por décadas– y tasarla para la venta.


Mi madre solo compró agonía con ese dinero, un año en total, hasta que, junto con el hígado, le llegó el turno al corazón y toda actividad de su organismo cesó para siempre.


Lidiamos con la pérdida todos juntos, incluso Rogelio –el padre de mis hijos, quien por esos años era mi esposo– hizo su parte para que yo no colapsara bajo toneladas de fotografías y recuerdos y dolores. No fue fácil, pero empecé a recuperarme. Por desgracia, apenas volví a dar muestras de mediana fortaleza, mis chicos tomaron la decisión de marcharse a Estados Unidos para iniciar sus estudios universitarios –Humberto tenía 19 años y Danielito poco más de 17–. No estoy segura, tal vez fueron los meses de verme triste lo que los espantó. De ser así, tampoco los culparía, si al final de cuentas lo único que hicieron fue despertar a su héroe interior: se esforzaron mucho y ganaron becas completas para programas de estudio con los que la mayoría no puede ni siquiera soñar. Aceptaron el llamado a la aventura y se dejaron la vida en sus batallas. Vencieron, ¡por Dios que lo hicieron! Un lustro después ambos trabajaban en Estados Unidos y hacían sus vidas con sus esposas, ya sin planes de volver.


Fue en ese punto de mi recorrido que entendí que me tocaba aprender a vivir con la ausencia en el pecho. Había días en los que no soportaba el estar sin mis padres y mis hijos, el aire se hacía escaso y pensaba en la muerte como posibilidad, una posibilidad distante e inaccesible, pero posibilidad al fin.


Al menos me divorcié de Rogelio en esa etapa, hacía tiempo que nuestra “relación” era solo un acuerdo tácito. Él vivía conmigo y me trataba bien, pero amaba a otra mujer, yo no solo lo sospechaba, lo tenía por cierto y supongo que nuestros hijos también, incluso antes de marcharse. Rogelio no era vil ni perverso, pero era un cobarde. No tenía malicia ni voluntad, era siempre efecto, nunca causa. La decisión de divorciarnos la tomé yo y lo hicimos sin dramas ni tragedias, ni siquiera tuvimos necesidad de ser amigos.


Para mi sorpresa, lo de mi divorcio se extendió entre mis amistades y conocidos, hasta que Arnaldo –un ingeniero industrial que había fracasado en su intento de ser novelista– empezó a acercarse a mí con la excusa de que vivía necesitando que le recomendara libros. Me invitaba al cine, íbamos y después de las funciones nos quedábamos en algún restaurant; a él le gustaba beber dos copas de vino y hablarme de la Roma de los césares; yo bebía mojitos y le contaba la vida y obra de Marguerite Yourcenar. ¡Eran hermosas veladas! ¡Dios mío!


Al cabo de un año decidimos casarnos y mudarnos a vivir juntos. Arnaldo se jubiló de inmediato y se convirtió en un maravilloso compañero: corregía mis relatos y era, sin fingimiento, «el primero de mis admiradores», en sus propias palabras. ¡Ay, Arnaldo! Nos regalamos una década preciosa, ¡de verdad!


Por desgracia, hace un año, poco después de cumplir 65, cometí el peor error. Me enteré de que los hijos del fallecido Alcides habían puesto a la venta la propiedad que el padre les había heredado. No puedo decir si se debió a la fortaleza emocional que tenía al lado de Arnaldo o si más bien fue por causa de la reafirmación en la fe de mi padre o si en realidad obedecí a uno de esos impulsos enfermizos que nos atraen hacia lo que más tememos. No podría señalar con certeza un motivo, pero me las arreglé para convencer a mi esposo de que debíamos comprar esa propiedad y no tardamos en convertirla en nuestro retiro.


El lugar seguía siendo tal como lo recordaba. No obstante, ni la calavera de toro preservada ni los enormes árboles infundían miedo. Es más, dejé todo como estaba y bautizamos la propiedad con el nombre de mi madre: Magdalena. El lugar me traía recuerdos de un pasado perdido, de los años felices con mis padres. Magdalena era lo más cercano a esos fines de semana de mi infancia, ya que la propiedad que había sido de mi padre estaba convertida en un complejo agroindustrial y unos silos enormes rompían la continuidad en el paisaje.


Le hicimos mantenimiento a la casa y poco más, pero yo estaba conforme, sentía que un ciclo importante de mi vida se estaba cerrando. Juro que estuvimos bien este último año, fuimos felices, ¡lo juro! Yo escribí muchísimo y Arnaldo leyó tanto del mundo clásico como yo de Flannery O'Connor, Hebe Uhart y Alice Munro. Él se buscaba tareas de mantenimiento en la propiedad, pasaba la podadora, rastrillaba el césped alrededor de la casa, revisaba y reparaba el alambrado, ese tipo de quehaceres. Por las tardes y a modo de paseo, salíamos a recoger frutos caídos de la arboleda, que por entonces ofrecía el aroma dulzón del mango y me hablaba de mi primera infancia como nada en el mundo. No importaba cuán cansado estuviera por las noches, Arnaldo siempre leía las páginas que yo escribía, se echaba en la cama recién bañado y en piyama, corregía mis relatos con lápiz y me hacía uno o dos comentarios antes de dormir. ¡Amado! ¡Querido mío, Arnaldo! Fuiste tan amoroso hasta el final.


Todo era hermoso, un paraíso en la tierra, anticipo de cielo para disfrute de dos cuerpos envejecidos, pura gracia de Dios. Hasta que, hace dos noches, me despertó un repiqueteo en la ventana de nuestra habitación. Salí de la cama con el camisón blanco que todavía traigo puesto; Arnaldo dormía. Rodeé la cama hasta quedar junto a él y encendí la lámpara de su mesa de noche. A Arnaldo lo vi muy quieto, echado boca arriba como una momia.


Otra vez el repiqueteo. Descorrí las cortinas y entonces apareció: posada en el alféizar, al otro lado del vidrio, una lechuza parda y corpulenta se quedó mirándome por detrás del rocío de polvo que atravesaba el halo de la lámpara.


¡Ya no puedo más, Dios! De nuevo esos ojos que no parpadean, agujeros inmensos vestidos de muerte. Corrí las cortinas y me quedé caminando rápido por la habitación durante un tiempo; me mordía las uñas. Me recosté pesadamente en la cama y miré a mi esposo, no despertó. Volví a levantarme, tosí, fui al baño, dejé correr el agua del retrete, él no movió un dedo. Entonces el repiqueteo en la ventana se reanudó, intermitente, y sigue así hasta ahora.

***

Este sótano es mi último refugio. Me escondo, trato de postergar por todos los medios mi encuentro con quien solo existe para castigar con saña mi atrevimiento.


Arnaldo sigue en la cama y el hedor me llega desde la alcoba.


¿Cómo pude ser tan imprudente? ¿Qué hago en esta casa? Necia, ¡necia, por Dios!


Paso las horas arrinconada debajo de un escritorio viejo. En sus cajones encontré un lápiz y el block de papel en el que escribo, quizás solo para reconocerme una última vez.

Enciendo velas cada tanto, me parapeto detrás de cajas que acomodo en el suelo, empujo el escritorio más cerca del rincón, quiero alejarme, escapar del espíritu acosador y del laberinto de árboles –eso es lo que es, ahora lo sé, el laberinto de un monstruo– que brotó en estas tierras. Me escondo de la serpiente que envenena los sueños, de la lechuza infausta que con sus repiqueteos sugiere a un esqueleto invisible que patrulla la escalera de tablones sin cansarse.


En algún punto dejaré de escribir, porque el hambre y la sed me torturan. Hay ocasiones en las que pierdo el lápiz o se me acaban las velas, me arrastro entonces por el suelo en busca de algo con qué iluminar el papel y trago polvo hasta que mis bronquios se cierran. No soy capaz de distinguir el momento exacto en que me vence el sueño, pero el silbido atroz me despierta indistintamente. Mi pecho también silba, huelga decirlo, y me hace imaginar que ese cabello de Medusa está oculto en algún rincón del sótano, esperando –inmortal– mi muerte. Puedo adivinar sus ojos, más oscuros que las siluetas de estas cajas y muebles. Está aquí, me vigila, soy carroña.


¡Cómo quisiera que mis hijos estuvieran en esta casa! Pero no tengo quién me salve, empujo el escritorio hacia las telarañas y me alejo de todo; no hay olor a mango ni infancia feliz, no están mis padres ni Humberto ni Danielito. Lo que hacía de Arnaldo algo más que carne corruptible también se ha ido, porque este demonio me quiere sola, se complace en verme totalmente abandonada. ¡Pero que sepa, como decía mi madre, que su placer no será completo!, porque yo fui feliz, no lo inventé en mis libros, muchas veces tuve la dicha de entrar a las 4:00 de la tarde al colegio Saint George a buscar a mis hijos. Ahora también los veo, corren hacia mí, arrastran sus mochilas por el corredor, las dejan tiradas a los pies del portero y hacen competencia de velocidad para ver quién llegará primero, abren sus brazos, saltan y se cuelgan de mi cuello, los dos, casi al mismo tiempo; me hablan, puedo oírlos, sus alientos dulces acarician mi rostro; dicen, entre besos y con insistencia, que no quieren separarse de mí nunca más.

 

ACERCA DEL AUTOR

Juan Carlos Zambrana Gutiérrez nació en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, en el año 1984. Es licenciado en Relaciones Internacionales, autor de varias decenas de artículos de opinión publicados en los principales medios de prensa escrita de su país. A finales del 2019 fue finalista del Concurso Municipal de Literatura ‘Franz Tamayo’, con el cuento Tarántula. Su más reciente publicación es el libro de cuentos “Tarántula” (2021, Editorial 3600). La obra puede ser adquirida en Bolivia en este enlace.

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