¿Qué puede pensar un joven frente a su asesino? No es posible saberlo.
Labrador jugaba con el viento, con esa corriente de aire frío que lo llevaba al río; era joven y solitario. El río era su casa, su vida.
Antes del disparo, una pregunta sin sonidos, una pregunta íntima, nació en las entrañas de Labrador. El asesino la leyó en los ojos del joven: ¿qué podré pensar de usted?
Antes de disparar, al Escopetero se le vinieron todos sus muertos a la cabeza, no todos, porque no le cabían en ella tantos nombres, tanta sangre, tantos rostros; recordó al que mató en la molienda, el joven que olía a miel recordó a los dos cuerpos desnudos e imberbes que arrojó al río cuando los sorprendió jugando con sus cuerpos en la abandonada planta eléctrica: jóvenes de cuerpos limpios y bellos, de ojos brillantes, de cabellos negros. Recordó a los que asesinó por error, o por su capricho de viejo asesino; se acordó de esos hombres que recorrían las calles asaltando pasiones o silbando canciones con notas en clave que las amantes sabían descifrar.
Fueron muchos los caídos y muchos los errores. Se acordó del jovencito descalzo y de pantalón corto que corría con una gallina bajo el brazo izquierdo, también al que daba serenatas a las chicas jóvenes y vírgenes (con verlas y olerlas, las descubría); recordó al encantador de chicos, que con historias de espantos los convencía para que se desnudaran en caserones abandonados. Trajo a su mente a la joven mujer que asesinó. Algunos hombres murmuraban sobre la fragilidad moral de la joven y risueña mujer; hombres vestidos de negro lanzaban palabras en contra de su ligereza sexual; condenaron la belleza de la mujer, condenaron su risa y su juventud.
El día que sacrificó a la joven madre, no estaba sola, tenía a su lado la hija de dos años. A pesar de ese detalle, para muchos ínfimo, terrorífico para otros, y para muy pocos, bello, el escopetero disparó. Antes de hacerlo apartó a la niña, le tapó los oídos con dos pedazos del pañuelo rabo de gallo que quitó de su cuello. Con el resto del pañuelo rojo le cubrió la cabeza. Después de este ritual, disparó.
La madre no lloró, no imploró. Le sonrió a la niña del trapo rojo en la cabeza. El único disparo que soltó la escopeta no borró la sonrisa de la madre. La niña permaneció inmóvil, se quedó quieta mientras el Escopetero escondió el cuerpo de la mujer. El asesino, con mucho cuidado, o con mucho amor, destapó los oídos de la niña, la alzó entre sus brazos, que olían a pólvora quemada; se perdió con la niña. El trapo rojo en la cabeza de la chiquilla acariciaba el rostro del homicida.
Antes de dispararle a Labrador, el Escopetero recordó que ese día cumplía quince años la niña del trapo rojo, tuvo muy presente este futuro hecho: ese día exhumarían los restos de Ricardo, el que vendía mangos con sal a la entrada y a la salida de misa de cuatro. La gente aseguraba que el manguero, aprovechando la oscuridad y la soledad de las calles, cargaba a las mujeres del pueblo, a las que desafiaban su soledad exponiendo sus cubiertos cuerpos en las oscuras esquinas del poblado. A esas mujeres solitarias y opacas, con voces amargas, Ricardo les brindaba momentos de felicidad, las cargaba. Las llevaba en brazos como a pequeñas muñecas de porcelana. Las descargaba con la misma delicadeza y pasión que se descarga al redentor en la procesión del santo sepulcro.
Cuando un grupo de curiosos nocturnos encontró a Ricardo tirado en el piso, con un tiro en la cabeza, vieron a varias mujeres llorando al frente del cadáver. Pobrecitas, lloran por la condenación de su alma, dijo uno de ellos. No lloraban por la condenación del caído, lo hacían por lo tristes que iban a estar después de la muerte del cargador.
La que más demostraba el dolor, le preguntó esa noche a su padre: ¿qué fue lo grave que hizo Ricardo para que usted lo matara? No respondió. Sentado en la mecedora de mimbre, que siempre estaba en un rincón de la cocina, el Escopetero tenía sobre sus piernas a una niña de once años; ella le pasaba un trapo rojo por la frente para limpiarle el sudor. El calor era insoportable en esa cocina, el fuego de la madera que se consumía en el fogón de leña se reflejaba en la cara redonda y renegrida del viejo.
La única condición del Escopetero para matar a la mujer se la dijo directamente al esposo de ella: “me quedo con la niña, nadie dirá nada, nadie se atreverá a preguntar algo con relación a la presencia de la niña en mi casa. No hubo ningún reparo por la condición.
Labrador tenía veinte años, era de dientes blancos, de cabellos negros que caían en bucles sobre sus hombros; de pestañas largas y crespas que ocultaban los ojos grises del joven. De su boca nacía un olor a limoncillo. Desde niño labraba la tierra y marcaba las rocas con su nombre. Desde el camino que nace en la casa del velero, del hacedor de velas, hasta el río, se leía en rocas grandes el nombre de Labrador.
El día de la otra muerte, el Escopetero, se detenía frente a los nombres, los leía y les lanzaba un tiro con su escopeta. Detrás de él venía una joven que los volvía a escribir con carbón, dibujaba un corazón al final del nombre. Al llegar la joven al río, vio que su padre le apuntaba a Labrador con la escopeta; se dio cuenta de que su padre temblaba y lloraba. El joven lo miraba de una forma que, en ese instante, ella no pudo comprender. El miedo no la dejó comprender. Instantes después, en su frágil inocencia, descubrió que no era una mirada de terror. Cuando Labrador notó su presencia, sonrió.
Labrador se derrumbó.
La joven escuchó el estruendo del tiro. Ese día vio la muerte. Se acercó al cuerpo sangrante del Escopetero, le retiró la escopeta, cubrió su cabeza destruida con el trapo rojo que traía en la cintura.
Después del letargo, Labrador se incorporó. No hubo palabras, ni gestos.
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