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Foto del escritorMiguel Carpio

La vaca

por MIGUEL CARPIO I NARRACIÓN I BOLIVIA

 

Lujuria desatada que en sus límites se confunde con parafilias. En este intensa historia, el autor nos sumerge en un perverso mundo que se esconde más allá de toda moralidad.

La idea era divertirse. Eso fue lo que dijo el Jefe. Y a veces, también dijo, la diversión no tiene límites. Las paredes no estaban tan limpias como a él le hubiera gustado, pero de todas formas tampoco importaba demasiado considerando el desastre que se venía, ¿verdad?, así que en lugar de limpiarlas me toqueteaba las pelotas por el calor y el cansancio. Los grilletes le sujetaban bien los tobillos; la piel me ardía ante el simple contacto del metal frío y el olor de mi sudor se mezclaba con el de la comida, el miedo y el odio. Pollo con queso, eso era; pero el Jefe insistía con la barbacoa y Bruto sólo asentía mientras ella lloraba y transpiraba. Guarda esa pija sucia y maloliente, dijo el Jefe. Era eso, pensó ella, ese horrible olor mezclado con el de mi sudor.


Siempre era igual: después de media hora de búsqueda las cosas se ponían algo pesadas. Las conchas ya le sabían a poco y las mejillas succionadoras con silueta de pene le causaban repulsión. Desde la primera vez que excavó en el lodo se sintió sorprendido por la facilidad con la que la mugre y la escoria salían a flote una vez que se sacaba la primera capa de grava y el dedo se metía en el mouse para hacer click, click, click, hasta hundirse en una maraña de palabras escritas sin espacios y sólo con mayúsculas que distingan a unas de otras.


Tú te quedas aquí y controlas que coma; si es necesario usas el cinturón, ordenó el Jefe. Bruto asintió; yo no veía nada por el antifaz pero sabía que él me miraba mientras su jefe le daba órdenes. La toalla había sido buena idea, pensó el Trípode terminando de acomodar las luces cerca de la puerta, aunque la idea de los grilletes no le terminaba de gustar. Los armé en el taller dos días antes de encontrar el cuarto, porque el Jefe me dijo que había que tener todo listo y yo no quería que se enojara si algo fallaba, porque cuando el Jefe se enoja se mete al cuarto con mi mami y le escupe en su triángulo peludo mientras le dice puta-perra-zorra-banco-de-esperma y en el fondo yo sé que a mí el Jefe no me quiere aunque me diga que sí y a mi mami tampoco y que sólo la usa para hacernos creer que es fuerte y por eso yo al Jefe le obedezco y le respeto aunque el Trípode me diga que cualquier rato yo podría ayudar a mi mami clavándole una botella al Jefe en su cuello cuando se va a dormir.


Las paredes no están limpias, pedazos de mierda, dijo el Jefe, comprobando lo que el Trípode había predicho minutos antes. Es lo más que se puede limpiar, ni siquiera con virutas se pueden sacar esas manchas rojas y blancas, y las brochas tampoco están muy bien como para taparlo con pintura, los pelos se han secado desde la última vez con la pintura café en ese sótano. Cuando yo salí de casa le dije a mamá que a la vuelta probaría el pie de limón que acababa de hacer.


Yo miraba al Trípode y trataba de decirle con los ojos que no dijera nada de la vagoneta, porque el Jefe había dicho bien clarito que no aceptaría nada de esas huevadas. Sí, sí, tranquilo grandote, le decía yo. No lo podía culpar. Después de todo, no estaba nada mal. A mí me gustaban más las rubias, pero a Bruto le gustó desde que la vio, y por eso yo sabía que era casi imposible que se pudiera aguantar el hacerle lo que tantas veces había visto al Jefe hacerle a su mamá.


Los métodos de masturbación tradicionales, mayormente conocidos como “pelando la banana” o “agitando la baqueta”, pueden tener como consecuencia una saturación del movimiento vertical de la muñeca, ocasionando calambres ocasionales y adormecimientos musculares en la zona del extremo inferior del antebrazo. Excepcionalmente, si es que el movimiento se ejecuta sin ningún tipo de calentamiento previo, y la velocidad y fuerza del mismo llegan a producirse con violencia, puede existir probabilidad de daño en los huesos del carpo, específicamente el escafoides, semilunar, piramidal y pisiforme, aumentando el riesgo en la unión entre este último y la parte inferior del cúbito. La excitación se produce por la fricción entre el prepucio y los bordes del glande –lo que muchos llaman “el casco del bombero” o “la cabeza de la tortuga”– o, en caso de que se haya realizado la circuncisión, la fricción del interior de la palma de la mano con la misma sección del pene. Si la estimulación genital se produce a través de otros métodos de masturbación no tradicionales, como los masajes estimulantes al glande a través del prepucio y sin contacto directo del músculo con otro cuerpo como factor estimulante, el riesgo que se corre es el de un desorden funcional de los tendones centrales de la mano y del brazo, produciendo una inflamación en los mismos a la altura del antebrazo con cualquier movimiento que genere tensión en los dedos anular y medio.


Como el dolor en el antebrazo derecho le había dejado los dedos casi inmovilizados, tuvo que cambiar de brazo y comenzó a meneársela con el izquierdo. Cuando se le acalambró la muñeca decidió descansar e ir al baño a limpiarse. Volvió y, a modo de distraerse, decidió explorar un poco más el último sitio al que había entrado. Era como hacerle preguntas a una amante desconocida después de un encuentro casual. La computadora es mi novia, pensó; pobre niño pelotudo.


A ver, a ver, vamos a ir desde el principio para entender todo un poco mejor. La que había preparado las masitas y el chicharrón había sido la mamá de Bruto. No sé si el Jefe la obligó o si ella se ofreció de buena voluntad creyendo que se trataba de una reunión entre amigos. Él ya me había dicho tiempo atrás que cada vez tenía más ganas de hacerlo y por eso le sugerí que la próxima vez que consiguiéramos a una chica se estrenara con ella. Pero no le gustó la idea –no sé por qué le tiene tanto miedo al pelotudo del Jefe si lo cierto es que con un manotazo lo podría tirar al suelo y ahí le aplasta la cabeza de un pisotón y listo, funiculí, funiculau, él y su mamá quedarían libres de una buena vez y de paso yo podría hacerme cargo del negocio–, así que, bueno, yo no dije nada más hasta que un día Bruto la vio y se quedó más bruto de lo que ya es y ahí supe que se le iban el alma y los cojones por mascar ese durazno, y listo, de ahí a lo que pasó en la vagoneta fue solamente cuestión de paciencia y buen humor. Y claro, también un poco de dolor, sobre todo para el trasero de la chica culona y morenita.


Cuando yo salí de casa le dije a mamá que a la vuelta probaría el pie de limón que acababa de hacer. El auto estaba estacionado dos casas más abajo de la mía, en la acera del frente. Comencé a caminar y el auto arrancó y me siguió por unas tres calles. Me di cuenta y traté de caminar más rápido. No sé si era blanco o plomo, pero aceleró con las luces encendidas. Me deslumbraron y por eso no les pude ver la cara. Pensé que se trataba de un asalto, así que me apresuré a lanzarles mi cartera y comenzar a correr. Pero no; la cartera se quedó tirada al borde de la acera y a mí me subieron y me pusieron una toalla en la cara.


Ella decía bajito por favor, no, por favor, no, mientras le iba quitando el pantalón. Por favor, no, por favor, no, pero él sólo le decía lo siento, de verdad lo siento, mientras lo seguía haciendo.


No fue por atrás, dice Bruto, pero le dije al Trípode que sí fue por ahí para hacerle creer que ya era tan hombre como él y como el Jefe.


Ya eran más de las doce y esos comemierdas no habían hecho ni la mitad de lo que debía estar hecho para esa hora. ¡A ver, carajos, apuren de una vez antes de que les saque su puta!, les tenía que gritar a cada rato para que movieran el culo y pudiéramos empezar de una buena vez. Pero no se apuraban. A veces el retrasado se asustaba y se ponía a fingir que relimpiaba las paredes o que ajustaba los grilletes, como si yo hubiera nacido ayer, ¿no ve?, tratando de verme la cara de gil el cojudo. El otro no hacía nada. Me miraba nomas y seguía boludeando con las luces, como si fuera tan difícil colocar un maldito reflector detrás de una cámara y comenzar a grabar de una vez. Yo lo carajeaba a cachos, pero ya con cuidado. Porque no soy gil pues, ya me había dado cuenta que desde hace tiempo se le inflaban los ojos cuando pensaba que él podía hacer mi trabajo mejor que yo. Se le notaba; hasta el retrasado ya se había dado cuenta. Pero trataba de disimular nomas el carajo, haciéndose al interesante con la cámara y con las luces mientras la pobre chica estaba ahí temblando de frío y de miedo y todo lo que había preparado la mamá del idiota se estaba enfriando ahí encima, así que antes de que siguiera perdiendo el tiempo le dije al tarado que acomodara la comida y comenzara a inflar la piscina.


Su primera búsqueda la hizo cuando tenía once años y fue una mezcla entre el accidente y la curiosidad. Ya sabía lo que el cuerpo femenino tenía entre los hombros y la cintura, y tenía una vaga imagen de aquello que se colocaba entre las piernas de sus compañeras de curso y las chicas del último y penúltimo curso de secundaria. Pero lo que no sabía era la amplia gama de imágenes y videos que podría encontrar si, por ejemplo, mezclaba algunos de esos sustantivos con adjetivos como grandísimas, gigantes, jugosas o lampiñas, e incluso con otros calificativos referentes al lugar de procedencia o características físicas de las mujeres, como latina, asiática, rubia o morena. El resto fue cuestión de gravedad; para llegar de madre e hija a domadora letal, la distancia no era mayor a cuatro clicks y veinticinco tecleos si se sabía cómo y dónde buscar las cosas.


Seis meses después la profesora de matemáticas lo descubrió vendiendo cd’s caseros con una colección de doce videos diferentes en cada uno y, por orden de la directora y como condición para su permanencia en la escuela, tuvo que asistir a dos sesiones semanales de terapia durante dos meses, después de las cuales, paradójicamente, su consumo de este tipo de material se incrementó hasta tres veces más gracias a la información que, sin darse cuenta, el terapeuta le había transmitido durante el tratamiento[1].


La comida la puse yo después de inflar la piscina con el inflador de llantas de bici y de revisar que los grilletes estuvieran bien. Pero al Jefe no le importaban mucho los grilletes ni tampoco al Trípode; el Jefe quería comenzar de una vez y no sé qué quería el Trípode que se tardaba mucho con la cámara y las luces. Era él, lo sabía por su olor y la forma torpe y temerosa de tocarme.


No pasaba nada, carajo, sólo tenía flojera y todavía me escocían las pelotas por el calor y por el cansancio. El cuchillo era por si el Jefe decía después que le rebanáramos el pescuezo.


Una de las principales causas de indigestión es la fermentación que sucede en el interior del estómago debido a los desequilibrios químicos de algunas combinaciones alimentarias. Las comidas ricas en proteínas, por ejemplo, permanecen un lapso considerable de tiempo en el interior del estómago por su difícil digestión. Si a esto se suman alimentos con alto contenido de azúcares, la fermentación estomacal produce un malestar intestinal que, combinado a la secreción de ácidos y jugos gástricos –y otros elementos como los ácidos cítricos– dará como resultado, casi inevitablemente, una indigestión con un fluido alto de emético y daños en los tractos intestinales por la alta cantidad de pH, ocasionando acidez anal y bucal.


¿Listo?, preguntó el Jefe. Listo, le respondí. Me hizo parar encima de algo plástico y después los escuché salir. Lo que más se sentía era el olor a queso y limón. Cuando volvieron, los tres llevaban máscaras de cuero negras con orificios en los ojos y a la altura de la nariz para que pudieran respirar. Ella estaba arrodillada dentro de la piscina. Lo primero que hizo cuando le quitaron la toalla fue cerrar los ojos, porque el reflector le daba de frente. El Trípode se acomodó detrás del reflector y la cámara. El Jefe se paró en un costado con los brazos cruzados. Bruto alzó la mesa con la comida[2] y la colocó frente a ella.


— ¿Listo? —volvió a preguntar el Trípode.


—Listo —respondió el Jefe mirando a Bruto y asintiendo con la cabeza en señal de que prosiguiera.


—Come —le ordenó Bruto. Se agachó para quitarle los grilletes y le susurró: Come, por favor —a través de la máscara, conteniéndose para no matarla y librarla de lo que vendría.

Ése no lo vio para masturbarse. Ya había tenido suficiente; cinco eyaculaciones, dos demasiado precoces que le dejaron el calzoncillo manchado y los brazos hinchados y adormecidos. ¿Entonces? Impulso: click. ¿Una vaca?, pensó, y vio el clip: una chica de cuatro patas encima de una piscina de plástico. Genial, un tipo con verga de toro. O incluso mejor: un toro. Pero no. A los tres minutos la perra seguía comiendo. Y mientras lo hacía, lloraba. El tipo gordo le azotaba las nalgas cuando se detenía, y ella respondía con arcadas. Saca esa mierda, idiota. Pero ya no podía; sus antebrazos se habían entumecido y sus dedos ya no le respondían.


¿Cuántas ya habían sido? Ni puta idea, diría el Trípode. El Jefe sí tenía cierta idea de la cantidad, pero no una cifra exacta. ¿Un número de una, dos, tres cifras? Lo suficiente como para seguir haciéndolo, respondería. Pero yo sí sabía. O por lo menos sabía cuántas desde que comencé a ayudarlo. ¿A todas las azotaban? Sí. ¿A todas les daban de comer lo mismo? Dependía. ¿De qué? Sobre todo del tiempo; a veces solamente les dábamos croquetas de perro remojadas en leche. ¿A todas las ponían en la piscina? Sí, lavar el piso al acabar era mucho problema; a la piscina se la dejaba remojando una noche con detergente y ya. ¿Todas vomitaban? Claro, cojudo, ésa es la idea, ¿no? ¿Y también todas tenían que comerse su propio vómito? Sí pues, sino por qué otra razón etiquetaríamos los videos como Vaca 1, Vaca 2, Vaca 3 [3]. Idiota.


—Ahora dátela —dijo el Jefe haciéndose a un lado para que los residuos de emético no le tocaran los zapatos.


—Pero —masculló Bruto—, pensé que no quería nada de eso, Jefe.


—Ahora sí quiero —dijo el Jefe sin moverse pero inflando los hombros, como hacía cada vez que le pagaba a mi mami, sí, con los hombros hinchados y cerrando los puños, alistándolos para cerrarle la boca a mi mami, callarle el pico a esa puta para que dejara de chillar. El cuchillo, Trípode, pensaba, alístalo por si la cosa se pone loca y tienes que terminar bajándotelos a todos de una buena vez.


Y hasta mientras, ¿qué diría tu madre, mocoso enfermo? Sería peor que la vez del puño y el frasco en el ano, ¿cierto? Otra vez el ¿Pero por qué lo haces?, ¿Por qué te gustan esas cosas?, Por favor, vayamos a buscar ayuda. No, señora, su hijo no necesita ayuda; necesita que lo castren con una tijera de pollo. ¿Y las manos? Por eso no se preocupe, que sigue sin poder moverlas. O más bien, sólo preocúpese por eso, que es lo único que parece tener solución.


Sabía que no podrías, dijo el Jefe acercándose. Porque soy un marica y un idiota, pensé. No, ésas manos no eran suyas, yo lo sabía. Por favor, Jefe, no le haga nada, dijo a través de la máscara. ¿Qué, maricón puto? Que la deje, déjela, decía él, pero las manos todavía estaban ahí. Tú sigue filmando, le dijo al Trípode, antes que me lanzara contra él. Ahora es tu oportunidad, pensé. ¿Stop? No, idiota, ésta clase de mierda siempre vale más.


¿Y después? Los brazos seguían dormidos y no sentía los dedos. ¿Todavía te gustaba la idea, puberto-enfermo-demente? No, mamá, te juro que no sabía de qué se trataba. Pero tu mamá ya no te creería, pequeño masturbador. Porque en el fondo todas las madres saben cuándo un hijo les miente, ¿o no? Sí, sí, dice Bruto; mi mami también sabía que en realidad el Jefe y yo no íbamos por las noches a comer con amigos, pero igual a veces nos preparaba la comida y siempre preguntaban cómo estaban todos. O tal vez decía todos y en realidad se refería sólo al Trípode, yo no sé. Pero de que sabía que el Trípode también hacía esas con nosotros, sabía. Si las madres saben todo, sabandija retrasada; tal vez por eso tu madre sintió un vacío negro y espeso en el estómago[4] cuando comenzaste a ahorcar al Jefe con tu cinturón porque se abalanzó encima de tu durazno desnudo y vomitado para azotarlo porque no te lo querías dar por atrás.


¿Alguno pensó que todo eso pasaría? Quizás el Trípode; por eso la navaja en el bolsillo. ¿Y el Jefe? Tal vez sí sabía lo que había pasado entre Bruto y ella en la vagoneta, y por eso insistió con lo demás. ¿Jefe?… ¿Es que no ves que no está jugando a aguantar la respiración con la boca abierta, pedazo de tarado? Así que nunca sabremos si lo supo o no. No pasa nada, le dije para tranquilizarlo, ven y vemos qué podemos hacer. Bruto se acercó, sin dejar de sollozar. Tranquilo, muchachote, ven y dame un abrazo.


Escuché le forcejeo pensando que ya estaba muerta. Traté de abrir los ojos, a ver si podía ver mi cadáver, pero al intentarlo noté que apenas podía mover los músculos de la cara.

—Tremenda golpiza que te dijo el Jefe, ¿no, culonita? —dijo el Trípode colocándose la máscara y acercándose a ella—. Y ahora —continuó alzándole la cabeza y acariciándole el cuello—, vamos a desangrar a la vaca para hacer una buena parrillada.


Oye, pero, ¿de cómo llegó ese baile a los ojos del mocoso-brazos-de-piedra-y-acero? Es internet, querid@; por más ilegal que sea el material, tarde o temprano siempre habrá un cómo para conseguirlo. ¿Y después? De ahí a que esté a un click de distancia es sólo tiempo. Tiempo; tiempo como el que el niño pelotudo ya no tenía, porque su madre acababa de llegar y subía las escaleras para saludar a su retoño. Apúrate, maldito gnomo adicto. ¿Es que no ves que no puede? ¿Y los brazos? Duros y pesados. ¿Los dedos? Inservibles. ¿Habrá solución? No lo sé, dirá el doctor al ver que la radiografía parecía la foto de una guitarra después de un concierto de The Who. Tu novia te ha traicionado, niño pelotudo, tu novia la computadora.


Espera, ¿y la madre de ella? ¿Qué tiene? ¿Acaso sabía que ya no volvería para probar su pie de limón?


 

SOBRE EL AUTOR

Miguel Carpio (Bolivia, 1993) ganó el premio Pablo Neruda el año 2012 con el poemario Jazzologías (2015, Editorial 3600). Fue seleccionado por la Unión Europea en la antología Bolivia sub-35: Narrativas emergentes por su libro de cuentos Dos botellas más cerca de la muerte (2021, Editorial 3600) y forma parte de la antología Boundless 2022: The anthology of the Rio Grande Valley International Poetry Festival (2022, FlowerSong Press). Fue seleccionado en la convocatoria 100 Artists por Sudkulturfonds y sus textos se tradujeron a inglés y eslavo. Publicó relatos y poemas en las revistas Casa Bukowski, Hispanic Culture Review, Boca ‘e Loba y Literaven.


 

[1] Ingenuamente, y motivado por la idea de dárselas de vanguardista frente a sus colegas y la directora de la escuela, el terapeuta –a quien le habían asignado tres casos parecidos durante ese trimestre– decidió comenzar sus sesiones utilizando como instrumento de diagnóstico un test que la Universidad de Copenhague había creado para un estudio sobre el consumo de pornografía a través de internet en jóvenes de 16 a 23 años y las consecuencias que este hábito tenía en el desenvolvimiento sexual y emocional en las relaciones romántico-afectivas de los sujetos a corto y mediano plazo. Sin embargo, a pesar de que la edad del público objetivo del estudio no coincidía con la de los pacientes asignados al terapeuta –el rango de edad de los tres estudiantes era de once a catorce años–, el mayor problema que esta irresponsable experimentación de tratamiento trajo, en este caso específico, tuvo que ver con la pregunta número 5 del test, la cual decía: 5) De los siguientes fetiches citados a continuación marque: a) con una X plateada aquellos a los que accedió de manera casual a través de la búsqueda de otro tipo de contenidos, b) con un triángulo rojo aquellos que buscó intencionalmente, c) con un círculo azul aquellos que le causaron excitación, d) con un hexágono verde los que le causaron repulsión, y e) subraye con morado los que le dieron curiosidad realizar y/o practicó en alguna relación sexual anal o vaginal: 1. Parcialismo 2. Hematofilia 3. Coprofagia 4. Necrofilia 5. Odaxelagnia 6. Fisting 7. Emetofilia 8. Salirofilia 9. Ursusagalamatofilia 10. Acrotomofilia El problema –aparte de tener que omitir los colores de las instrucciones porque el terapeuta tenía solamente un lápiz negro– era, claro, que esa pregunta sirvió como una pequeña guía para futuras búsquedas virtuales pues, aunque él no se acordó de todas las parafilias citadas debido a la complejidad de sus nombres, al menos pudo apuntar mentalmente las primeras tres o cuatro letras de la mitad de ellas y colocarlas así en el buscador virtual que, de manera inteligente y eficaz, terminó de completar las palabras cuando él realizó la búsqueda [Para retonar al texto principal pulsar el número entre corchetes] .

[2] El menú de la noche era: - Bizcochuelo de vainilla cubierto con crema batida - Tortillas de maíz bañadas en salsa picante (hecha a base de tabasco y limón) - Chicharrones de cerdo macerados en comino y limón - Muslos de pollo al horno rellenos con queso y bañados en barbacoa - Pie de limón

[3]Técnicamente sólo una logró rumiar, muriendo por broncoaspiración.

[4] ¿Bilis?




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