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Foto del escritorJuan Carlos Zambrana Gutiérrez

La mirada de la bruja


Juan Carlos Zambrana Gutiérrez

 
Así murió Saúl en aquel día, juntamente con sus tres hijos, y su escudero, y todos sus varones.
1 Samuel 31:6

Cuando era niña tenía dos certezas: padre estaba muerto y madre podía hacerlo subir desde el Seol el día de mi cumpleaños. Yo no tenía amigos y la gente mayor me miraba con recelo, por esa razón mi niñez consistió en esperar el siguiente día en el que fuera a oír la voz de padre. Me pasaba la vida preguntándole a mi madre cosas que tuvieran alguna relación con mi progenitor, un guerrero que había muerto combatiendo cuando nuestro pueblo aún no tenía rey, cuando no había soberano capaz de arrastrar a todos en la ruina y la gloria de su nombre.


Madre era nigromante, una muy requerida en nuestro país. Desde todas partes iban a buscarla para que hiciera subir a algún familiar o maestro o para que diera alguna señal de lo que deparaba el destino. En lo que a mí concierne, hasta la edad de doce años tuve que salir de nuestra tienda durante los rituales. Me sentaba en una piedra junto al pozo, a la vista de pastores y de algún que otro comerciante; me dolía que las personas e incluso las cabras sedientas y las ovejas rehuyesen el trato conmigo, pero ahí me quedaba, acostumbrada al olor a sudor y estiércol, dibujando grupos de animales en la arena húmeda, seres felices todos, en el barro, porque les dibujaba también a un guerrero que los protegiera con su lanza.


Madre recibía unas veces a las viudas, otras a las huérfanas de hijo, recibía incluso a los hombres influyentes, preocupados nada más que por su cuota de poder terrenal.

Llegó el día en que mi cuerpo empezó a comportarse como el de una mujer plena; el de madre, en cambio, resbaló demasiado rápido por la pendiente ineludible de la decadencia. Ella sabía que no le quedaba mucho tiempo, por lo que se decidió a enseñarme las artes secretas; ya no me pedía que saliera de la tienda, todo lo contrario, me ayudaba a meterme en el interior de una cesta que había dispuesto en un rincón, tendía una tela roja sobre la canasta y luego me preguntaba si alcanzaba a ver, yo respondía que sí, aunque en aquella primera ocasión sospeché que me sería imposible escrutar lo mágico por los resquicios del canasto. «Ningún ruido, niña», advertía, antes de invitar a sus visitantes al interior de la tienda.


Cuando esa gente se marchaba, madre se quitaba el velo negro con el que cubría su rostro, entonces me ayudaba a salir del escondite. En esos momentos me enseñaba lo que debía hacerse para que el ritual saliera como había visto.


Aún cargo el recuerdo de lo que pasó la primera mañana en que me mostró sus artes. Lo que gira en torno al ritual no me es lícito contarlo, sin embargo, puedo admitir que al descubrir sus secretos, los mecanismos que activan la maquinaria de la nigromancia, una herida sangrante atravesó mi corazón para siempre. «¿Y lo de padre?», pregunté. «¿Es real? Todos esos cumpleaños…». No contestó. Tenía húmedos los ojos, sopló la podredumbre que le corrompía las vísceras. Me aferré a sus manos venosas, sentí que su piel de finas hojas secas cedió y se arrugó en los anillos de plata de sus dedos. Cerré los ojos y se escurrió mi desesperación, esa angustia que mojó mi túnica. Empecé a mecerme hacia adelante y atrás sin soltarle las manos a madre. Lo hice cada vez más rápido, sollozando y casi sin poder respirar, hasta que, con un chillido, como el del cerdo alcanzado por la daga, me vacié de mis alegrías y caí como muerta.

***

La salud de madre se deterioró muy rápido y ya no tuvo alternativa, habría de hacerme parte de los rituales. Puede que su intención haya sido que algún día llegara a oficiar de nigromante; sin embargo, yo solo veía el patético instinto de preservación de una bruja acosada por la muerte. De cualquier modo, me tocaba hacerme cargo de los preparativos de los rituales, cumplía mi tarea conteniendo de apenas la náusea que me provocaban madre y su velo oscuro. Ella decía que no necesitaba cubrirme, que yo había nacido con un don y que la gente iba a respetarme. «¿Es por mi ojo?», pregunté. Ella colocó su mano esquelética sobre el lado izquierdo de mi rostro y se quedó mirándola, embelesada, como si el poder de mi don hubiera empezado a atravesarle la piel, a refrescarle los huesos, a amansar, de a poco, sus pesadillas.


Estuve a su lado todos los días, involucrada en su oficio, aunque con el corazón cada vez más frío. El sol pasó sobre nuestras cabezas demasiadas veces, hasta que la bruja murió. Yo tenía la edad de dieciséis y había soportado cuatro cumpleaños en los que madre solo me regaló una capacidad extraordinaria de alimentar odio, de odiarla a ella, quiero decir, a nadie más.


Con las personas que la respetaban preparamos una pira y liberamos el espíritu de la adivina según nuestra costumbre. A muchos les oí decir que habían visto su figura en las llamas; a otros, que en el crujir de los leños se les había ofrecido un último consejo. Escuché muchas cosas de boca de esa gente, pero no me engañaba, nadie había vuelto a hablar con la bruja, ni lo haría jamás. Y era mejor así.


Tras su muerte, sentí libertad para desear también la mía. Permanecí tumbada en el interior de la tienda durante algunos días y dejé que se me pudriera el aliento. Sin embargo, la gente continuó llevando uno que otro cordero, a veces pieles e incluso bronce. Ofrendas. Procuraban la gracia de la muerta.

Nadie se atrevió a hablarme.

***

Pasaba la mayor parte del día durmiendo, abrazando esa muerte temporal a toda hora. Tenía muy en claro que mi soledad era anterior a la muerte de madre y que la verdadera causa de mi sufrimiento tendría que permanecer en secreto. ¡Si tan solo les hubiera dicho cuánto los habían engañado! Todos los que la amaban habrían sufrido. Pero bebí sola de esa copa, de la cicuta adulterada del desencanto, que, como el hambre, hiere mucho y mata lento.

***

Al principio pensé que el no ser capaz de abandonarme hasta perder la vida había sido un signo de debilidad que me avergonzaría siempre. No obstante, en las semanas siguientes empecé a aplicarme en lo único que había aprendido a hacer y me di cuenta de que mi falta de persistencia en el ayuno había sido la primera manifestación de una crueldad monstruosa en mi naturaleza. Las estaciones se sucedieron una tras otra y mi fama se extendió, ajena a mi voluntad, por el país, hasta que me convertí en la adivina más importante. «El espíritu de tu madre te favorece», me decían algunos al despedirse, indecisos ante mi ojo izquierdo.


Las cosas parecían mejorar y no solo para mí, el rey Saúl ejecutaba sus proyectos y los resultados se veían en las plazas de todo el reino, en esos lugares abarrotados de mercaderes y mercancías. Cada vez más extranjeros pasaban por nuestro territorio, incluso en caravanas, con el fin de abastecerse y comerciar. En las calles la gente celebraba la prosperidad y hacía eco de las victorias de Israel sobre sus enemigos.


Por desgracia, cerca del trono estaba el resentido, un anciano al que llamaban profeta y respondía al nombre de Samuel. Dedicaba su vida a combatir nuestras costumbres, resuelto a sepultar los cultos antiguos; quería imponer la adoración del dios de Abraham; y lo que había hecho el uno, hizo también el otro. Abraham había quemado las estatuillas de su padre. Samuel exigió la proscripción de los «idólatras». «El celo de Dios nos mueve», predicaba desde la oscuridad de su espíritu.


Durante un tiempo el rey permitió que el profeta hablara, pero no prestó oído a sus palabras, hasta que llegó el día en que los enemigos de Israel prevalecieron en batalla, con consecuencias sentidas en todas partes: las plazas se vaciaron, los viajeros buscaron otros territorios en los que abastecerse y comerciar, todos empezamos a cuidar el trigo a la espera de días peores.


En esas circunstancias hubo de arremeter el profeta con la fuerza de una retorcida sabiduría: los idólatras eran los responsables del fracaso en la guerra. ¡Absurdo!, pero el rey, a quien el miedo ya le había ganado, decretó la locura de prohibir la brujería. El problema, entonces, no era la fuerza de los ejércitos enemigos, sino las costumbres rituales de nuestro pueblo.


Los ejércitos de Israel ejecutaron el decreto. A mí me arrebataron buena parte de mis bienes y me expulsaron a la región de Endor. Así habrían de recuperar ellos su bravura, despojando sacerdotisas, violentando adivinas. Cobardes. ¡Mil veces cobardes!


La región conocida como Endor era rudimentaria, por decir lo menos; una tierra ardiente, abandonada al polvo, desprovista de aire... Durante un año luché por sobrevivir, vendí lo que quedaba de mis pertenencias e hice una sola comida diaria. Al final de aquel episodio, cuando ya me veía perdida, empezaron a llegar personas como lechuzas solitarias; desde todas las regiones del país traían plata, madera y bronce, todo para obtener de mí algún favor.


Por ende, la nigromancia continuó siendo la culpable de mantenerme con vida.

***

El inhóspito rincón al que había sido desplazada empezó a parecer un oasis a quienes se negaban, en secreto, a abandonar las tradiciones. Algunas personas no se conformaban con pasar por Endor, hundían sus estacas en la tierra muerta. Empecé a recibir en mi casa a todo tipo de gentes, a pobres y ricos por igual. Sin embargo, hubo una visita que me desagradó por completo: tres varones que escondían sus rostros bajo sus capuchas, con la nariz y la boca cubiertas por una tela gris. A la luz de la antorcha que iluminaba la entrada, pude notar que al menos dos de ellos eran hombres de guerra, de los ejércitos de Israel, la empuñadura de sus espadas sobresalía por el borde de sus capas. El líder, un hombre al que la angustia le entrecortaba la voz, me rogó que hiciera subir al profeta Samuel, quien ya llevaba muerto seis meses. No eran pocas las personas que, para evitar el castigo del rey, solicitaban máxima discreción en los rituales, pero el cubrirse el rostro ante la adivina era contrario a nuestras costumbres e inducía a sospecha.


«¡Lo que usted busca es que el rey mande matarme!», dije. «¿Cómo se atreve a pedirme esto?».


Di media vuelta, pero el hombre se aferró a mi túnica, me rogó y ofreció oro, dijo que nadie los había visto llegar y que se marcharían en lo más oscuro de aquella noche roja. La tela que se movía sobre su boca y la sombra con la que la capucha le cubría los ojos me hicieron despreciar al sujeto desde mis vísceras. Si lo dejé pasar fue porque lo odié. A sus acompañantes les dije que esperaran en lo alto de la colina, a cuarenta pasos de la casa, mi luna de sangre los vigilaría.


Hice que el líder se sentara en el suelo de mi casa y empecé a quemar flores y aceites hasta que el aire nos irritó los ojos. Él cabeceaba, metía las manos debajo de la capucha y se limpiaba el sudor. Se quitó la tela gris que llevaba enrollada en el rostro y respiró a bocanadas. Lo observaba, meticulosa, paseándome y cantando en lenguas perdidas, gimiendo y aullando según el ritual. Se quitó entonces los guantes, se frotó los ojos y empezó a soplar por la nariz y la boca. Su anular portaba la extraordinaria sortija que lo distinguía. Malnacido. ¡Mil veces maldito!


Mi sangre se saturaba de venenos; odio, más que ningún otro. Me paré detrás de mi presa, apoyé mis manos sobre sus hombros y le di lo que había pedido, dije que al profeta le disgustaba que lo llamaran los vivos, que maldecía a quien lo invocaba. «La espada enemiga cortará tu cabeza y las de tus hijos», susurré, pero el visitante no sintió mi aliento, sino el de Samuel. Así, cayó sobre su rostro y lloró.


El que en otro tiempo había sido causante de mi ruina, suplicaba ahora, postrado a mis pies, rogaba por misericordia, a su dios y al profeta. Presentaba excusas: los filisteos ya habían dispuesto a sus ejércitos para la batalla, la derrota estaba asegurada si Samuel no daba un consejo. Asco, nausea y desprecio.


Descendí a las pestilencias de mi alma y desde allí decreté: «Por haber recurrido a una bruja, te repruebo».


Me palpitaba la cabeza y mi respiración se agitaba sin tregua. Aborrecí tanto a mi enemigo que la vista me falló, mis piernas amenazaron con dejarme caer. Tras unos momentos conseguí dominarme, caminé hacia la ventana, la abrí. Hice lo mismo con la puerta y me quedé parada fuera, mirando a los guerreros de la colina de sangre. Mi cuerpo era un puente entre el terror de los unos y la desolación del otro.


Cuando el condenado cesó en su clamor, levanté la mano y sus acompañantes me obedecieron. Me tapé la mitad del rostro con mi velo y escruté las facciones de los guardias con mi don, como cuando niña, en las ocasiones en que espiaba a la bruja por los resquicios de la cesta de mimbre y de mi corazón herido.


Mi pupila blanquecina vibraba frenética, desenfrenada. Los soldados, por su parte, flaquearon, no había carácter en sus posturas, entraron de soslayo en mi casa, apartándose de mí como dos niños que se cuidaban del perro traicionero. Levantaron a su líder cual si fuera un borracho y se marcharon todos, sin mirar atrás.

***

Ha pasado mucho tiempo desde mi venganza en Endor. Sin embargo, no voy a sonrojarme al confesar que aquella noche obtuve un nuevo par de certezas. Entiendo que nunca hablaré con padre mientras esté viva, no habrá guerrero en mi vida, pero sépase que, en compensación por mi orfandad, se me ha concedido el poder de la muerte, del que es testimonio mi ojo y que me confiere la autoridad para arrastrar reyes hasta el oscuro mundo que madre habita.


 

ACERCA DEL AUTOR

Juan Carlos Zambrana Gutiérrez nació en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, en el año 1984. Es licenciado en Relaciones Internacionales, autor de varias decenas de artículos de opinión publicados en los principales medios de prensa escrita de su país. A finales del 2019 fue finalista del Concurso Municipal de Literatura ‘Franz Tamayo’, con el cuento Tarántula. Su más reciente publicación es el libro de cuentos “Tarántula” (2021, Editorial 3600). La obra puede ser adquirida en Bolivia en este enlace.

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