por MIGUEL CARPIO I NARRACIÓN I BOLIVIA
En este narración acompañaremos a un muchacho, quien no solo deberá lidiar con sus problemas familiares, sino con la furia celestial que azota a su pueblo sin misericordia. El autor reinterpreta una conocida historia bíblica para ofrecernos una narración cautivante de principio a fin.
1
Un grito. Me ganó por un grito, y solía recordármelo a menudo. Sobre todo cuando jugábamos y él quería ser el primero en lanzar. Soy el mayor, me decía. Solo por un grito, le respondía. Un grito es más que suficiente, decía, comenzando a lanzar sin darme más oportunidad de respuesta que seguirle el juego.
A veces yo lo llevaba bien. Otras no tanto. En especial cuando él ganaba. Yo sabía que quien lanzara antes en realidad no tenía nada que ver con quien ganaba, pero de todas formas necesitaba alguna excusa a la que aferrarme para justificar mi falta de habilidad. A veces, él respondía bien a mis reclamos y terminaba declarando una especie de empate. Pero otras no, y más bien no hacía más que regodearse, no solo de haber ganado, sino de ser el mayor. Por un grito, recalcaba, sabiendo que eso me molestaba todavía más.
En el fondo yo sabía que solo lo hacía para divertirse un poco con mi reacción. Si no, no lo hubiera hecho delante de mamá. Sobre todo a la hora de almorzar, cuando se servía dos panes en vez de uno. Entonces yo le reclamaba, ¿por qué tú dos y yo solo uno? Porque soy el mayor, me respondía. Solo por un grito, le decía, incapaz de pensar en algo más convincente. Un grito o treinta años, decía, lo importante es que soy el mayor.
Kafele, deja a tu hermano en paz, intervenía mamá, siempre intercediendo a mi favor, y terminaba partiendo el segundo pan de mi hermano y dándome una de las mitades. Y ahora, todos felices a comer, decía, volviendo a su comida.
Antes de eso, cuando papá todavía estaba vivo, a Kafele le gustaba escuchar la historia de nuestro nacimiento. Los dos estaban muy juntos, contaba papá, pero cuando tu madre respiró para pujar, entonces naciste tú, y al sacarte es que ella gritó, y después de eso nació tu hermano.
¿Ves?, me decía mi hermano, yo nací primero. Pero él nació más fácil, decía mamá, acariciándome la cabeza. No importa quién nació antes o después, decía papá abrazándonos a los dos, lo importante es que siempre se cuiden el uno al otro.
Claro que ser el menor, aunque fuera por un grito, también tenía sus ventajas. Después de la muerte de papá, el capataz le dijo a mamá que uno de nosotros debía tomar su puesto en la fábrica de ladrillos. Mande al mayor, le sugirió él. Son mellizos, respondió ella. Entonces hágalo a la suerte, dijo el capataz. Ya veré cómo me las arreglo, finalizó mamá.
¡Kafele!, llamó a mi hermano llegando a casa esa misma tarde, desde mañana ocuparás el puesto de tu padre en la fábrica de ladrillos. ¿Por qué?, reclamó él. Porque uno de ustedes dos debe ser el hombre de la casa ahora. ¿Y por qué no Sudi?, preguntó. Porque tú eres el mayor, respondió ella, sonriéndome disimuladamente. Pero solo por un grito, dijo mi hermano. Un grito es más que suficiente, le dije, devolviéndole la sonrisa a mamá.
Aunque al principio me gustaba la idea de quedarme en casa a ayudar a mamá –podía dormir hasta que el sol terminara de entrar por la ventana y además siempre almorzaba antes, cuando el pan estaba recién horneado– había días en los que me daba ganas de acompañar a Kafele al trabajo. Había días en los que regresaba y podía estar toda la cena hablando, contando todo lo que había hecho, cuántos ladrillos habían fabricado sus trabajadores –él les decía así, a papá no le gustaba la palabra “esclavos” y nos dejó eso como parte de su herencia–, los accidentes que habían sucedido, los chistes que todos contaban. Pero cuando me preguntaba cómo había estado mi día, yo no podía responder más que bien, todo tranquilo…
Además, aunque él no se encargaba directamente de fabricar los ladrillos, sí tenía que hacer trabajo físico, como ayudar a subir ladrillos a las carretillas, acomodar bien las piezas para que terminaran de secar, sacarlas y meterlas del horno. No era algo que hicieran todos los capataces, pero como él era nuevo, terminaba haciéndolo como una forma de ganarse el derecho del puesto.
No tuvo que pasar mucho tiempo para comenzar a notar la diferencia entre él y yo, que durante los primeros meses me había mantenido prácticamente igual, mientras que él no solo había crecido, sino que también se había hecho más fuerte. Y no solo físicamente, sino que también, poco a poco, había comenzado a asumir de manera más consciente el rol de “hombre de la casa” que había quedado vacante. Y sí, aunque yo era el que ayudaba a mamá en las tareas diarias y la acompañaba a todos lados, en realidad era Kafele quien se encargaba de “las cosas importantes”, como los arreglos mayores –yo podía lijar alguna puerta o mueble si es que se dañaba, pero era él quien reparaba las goteras del techo o acomodaba todos los saquillos con provisiones en la alacena– o asistir a las reuniones de la ciudad como representante de nuestra familia.
Sin embargo, no puedo decir que su nuevo papel le quedara mal. No había cambiado para nada su trato conmigo. Incluso lo había mejorado. Poco a poco lo había visto convertirse de amigo a hermano y de hermano a padre. Claro que yo no lo veía como un padre en sí –aunque, efectivamente, cada día yo aprendía algo nuevo de él–, pero sí como la encarnación de una figura protectora. Ahora sí te has ganado el título de hermano mayor, le decía a veces, y por mucho más que un grito. Él solo me sonreía y me daba una palmada en la espalda. Eres un gran apoyo para mamá, me respondía, ella nos necesita ahora.
Así que, a pesar del dolor que la muerte de papá trajo consigo, después de un tiempo pudimos, si no volver a la normalidad, al menos asumir un ritmo de vida bastante tranquilo. Porque, de no ser por la esporádica visita del recuerdo de papá, podría decir, sin mentir, que los tres, Kafele, mamá y yo, éramos felices. Hasta que llegaron esos días. Los días extraños que se fueron convirtiendo en días de castigo, solo para terminar en días de dolor.
2
Al principio eran solo rumores. ¿Te acuerdas del hermano hebreo del Supremo?, decían. Ha vuelto, y dice que quiere llevarse a los esclavos. Otros eran más prudentes y se referían solamente al “regreso del hermano del Supremo”, que quería reclamar algún puesto en la realeza, a pesar de no tener, precisamente, el linaje necesario. Algunos hablaban de un supuesto ejército que se acercaba, pero ellos eran los menos.
Al principio, cuando yo le preguntaba a Kafele qué sabía sobre eso, él me decía que eran solo comentarios; que sí, un par de hebreos había llegado para hablar con el Supremo, pero que lo más probable era que se tratara de mensajeros en busca de ayuda porque seguramente en sus tierras había sequía o plaga. ¿Es el hermano hebreo del Supremo?, le preguntaba yo. No sé, me respondía, es lo que dice la mayoría.
Pero poco a poco los rumores fueron aumentando. Que sí, era el hermano hebreo del Supremo. Que sí, no había muerto en el desierto como muchos decían. Que sí, había sido él quien había matado al capataz hacía años. Que sí, había vuelto porque en las tierras a las que había llegado había matado a otro hombre y buscaba refugio. Que sí, había regresado con otro hebreo para pedir la libertad de los esclavos. Que sí esto, que sí aquello… Nada terminaba de estar completamente claro, pero también se decía que los esclavos comenzaban a hablar con frecuencia de una posible libertad.
Entonces Kafele comenzó a regresar no solamente cansado, sino también con mal humor. Mamá le preguntaba qué había pasado, pero a él no le gustaba hablar mucho de eso. Solo quiero hacer mi trabajo lo mejor posible, decía, pero hay cosas que son demasiado difíciles… A veces era lo único que decía durante toda la cena, y después se iba a descansar. ¿Es normal que se ponga así?, le preguntaba entonces a mamá. Sí, me decía ella, sonriéndome para tranquilizarme. Tu padre también tenía días así.
Yo no le di mayor importancia. Seguía acompañando a mamá al mercado y la ayudaba a limpiar en las mañanas. Solo a veces, cuando terminaba de hacer todo eso antes del almuerzo, salía a la plaza para distraerme un poco. Ahí me enteré que el hebreo llegado era el hermano del Supremo. Y sí, al parecer había regresado para interceder por la libertad de los esclavos. Algunos decían que, en sus años en el desierto, el hermano hebreo del Supremo se había hecho mago, que ahora podía convertir las varas en serpientes. Otros se indignaban porque el Supremo lo había recibido con los brazos abiertos, olvidando que se trataba de un asesino fugitivo, de un hebreo que había matado a un egipcio.
Era algo de lo que la mayoría hablaba en las calles, tanto hombres como mujeres. Otros, sobre todo los más ancianos, solo escuchaban y asentían con la cabeza. También los chicos de mi edad hablaban del tema, comenzando a esbozar sus puntos de vista al respecto. Había gente que defendía al hermano hebreo del Supremo y decía que él no había matado intencionalmente al egipcio, que solo se defendía. Y también estaban los que, simplemente, no le daban importancia a la llegada del hermano hebreo del Supremo, y continuaban viviendo su día a día sin esperar nada más ni nada menos que lo que habían recibido hasta entonces. Pero no fue hasta ese día, ese primer día, que todos, yo incluido, no pudimos quedar indiferentes al respecto, y tanto el odio como el miedo al hermano hebreo del Supremo, y sobre todo al dios del hermano hebreo, se hicieron unánimes.
3
Todo comenzó en la mañana, cuando el sol todavía no terminaba de salir. Aunque todavía seguía en cama, ya estaba más o menos despierto, tratando de conservar el calor. Kafele ya había salido a trabajar y mamá estaba en la cocina, alistando los panes que había dejado la noche anterior para meterlos al horno. Era una mañana como cualquier otra, hasta que un grito lejano se fue aproximando, hasta llegar a pocos metros de nuestra casa. ¡El agua, el agua!, gritaba. Mamá dejó lo que estaba haciendo y salió rápidamente. Me acerqué hasta la puerta para ver qué pasaba. Era la madre de Meskhenet, una vecina, que estaba en el piso y no dejaba de gritar ¡El agua, el agua!
¿Qué ha pasado?, le preguntaban las personas que habían salido de sus casas. La madre de Meskhenet tenía la parte baja de la túnica y las manos manchadas con un color rojo oscuro, casi negro, ¿estás bien? Pero la madre de Meskhenet no dejaba de gritar, señalando con sus manos manchadas en dirección al río.
Para cuando el sol ya había terminado de salir, todos estaban igual o peor que la madre de Meskhenet. Algunas mujeres se habían desmayado. Otras trataban de mantener a los niños dentro de sus casas hasta que los hombres que habían ido a otras zonas a averiguar qué sucedía regresaran. Mamá estaba en el segundo grupo, ayudando a cuidar a los niños. Me había dejado a cargo del almuerzo de ese día, aunque eran pocos los almuerzos que se podía preparar con sangre en lugar de agua.
Kafele llegó poco antes de la hora del almuerzo junto con el resto de los hombres de la zona. ¿Qué es lo que sucede?, preguntaron las mujeres apenas los vieron llegar. Es en todo lugar, se limitaron a responder. ¿Cómo que en todo lugar?, preguntaron algunas, alteradas. En todo lugar; en todos los ríos y pozos, dijo uno. Tuvieron que parar las obras y mandar a los esclavos a sus casas, continuó otro. Pero… ¿por qué está sucediendo?, preguntó una amiga de mamá, intentando tranquilizar a las demás. Es por los hebreos que llegaron, dijo uno de los hombres. Han traído la maldición de su dios para nosotros.
Cuando entramos a casa, mamá entró a su habitación con Kafele y se pusieron a hablar. Yo me acerqué lo más que pude a la puerta para escuchar sin que me vieran, pero no podía entender todo lo que decían. ¿Y también al norte?, preguntaba ella. Es en todo lugar, ellos tienen razón. Suspendieron los trabajas en todas las zonas y mandaron a los esclavos en busca de agua, pero todas las noticias que llegan dicen lo mismo. Pero, pero…, mascullaba mamá, ¿ahora qué vamos a hacer?
Esa noche prácticamente nadie pudo dormir. Kafele y mamá se quedaron hablando hasta muy tarde. Apenas habíamos comido un poco de pan en todo el día, pero a nadie pareció importarle. Casi todas las casas permanecieron con velas encendidas hasta la madrugada siguiente, incluida la nuestra. Cuando entré a la habitación de mamá, ella estaba sentada en su cama mirando el piso. ¿Qué vamos a hacer?, le pregunté sentándome a su lado. Mañana todo estará mejor, me dijo sonriendo. ¿Cómo lo sabes?, le pregunté. Los dioses nos cuidarán, me respondió. Pero a la mañana siguiente, y durante los próximos seis días, los dioses no solo no nos habían ayudado, sino que parecían haberse olvidado más de nosotros.
4
Durante esa semana el problema no fue solamente la escasez de agua, sino que, por el olor que comenzó a desprender toda la sangre acumulada en los pozos y ríos, varias personas terminaron enfermas, vomitando lo poco que se podía comer o beber. También los animales se vieron afectados. Eran pocas las vacas o cabras que se atrevían a beber de los ríos, y las que lo hacían terminaban enfermas o, en la mayoría de los casos, muertas.
El octavo día desperté temprano y fui con mamá hacia el río, como habíamos estado haciendo desde que todo comenzó, sin saber muy bien para qué, con la única esperanza de la desilusión. Pero apenas llegamos y vimos que el agua había vuelto a ser cristalina y que el putrefacto olor que desprendía había desaparecido, ambos corrimos hacia la orilla y nos inclinamos para comenzar a beber.
¡Al fin!, decía mamá hundiendo sus manos en el agua, cuando la interrumpió la repentina aparición de una rana desde el río, antes de seguir saltando en dirección al este. Aunque ambos nos sobresaltamos, la alegría de volver a ver agua cristalina fue más grande, y no tardamos en comenzar a llenar nuestros jarros con agua para llevarla a casa. Pero no fue hasta encontrarnos a medio camino de vuelta cuando sentimos que nos perseguía el eco de un croar, suave pero cercano. Nos detuvimos y comenzamos a ver de dónde venía, hasta que descubrimos que era de los jarros…
5
Aunque solo duró un día, la invasión de ranas fue suficiente para que el miedo de la gente comenzara a transformarse en desesperación. Porque, aunque nos hubiéramos sentido aliviados al día siguiente, al descubrir que las ranas habían desaparecido, la mayoría ni siquiera pudimos salir de casa y tuvimos que ingeniar distintas formas de cubrir las ventanas y cerrar bien las puertas para que los piojos no entraran.
¡Son tantos como el polvo!, gritaba la gente que salía de su casa en algún vano intento de conseguir ayuda. Yo me acercaba lo más que podía hasta la puerta para ver qué pasaba, pero Kafele, que ya no iba a trabajar (¿alguien se había siquiera acordado del trabajo?), me alejaba de la ventana y nos mantenía a mamá y a mí en el centro de la casa, cubiertos con las mantas que habíamos sacado de las camas.
¿Por qué está pasando esto?, preguntaba yo. No lo sé, respondía mamá, tratando de calmarme. A veces las plagas vienen porque el viento… No, la interrumpía Kafele; Es por él, es él quien trajo todo esto sobre nosotros. Mamá y yo nos quedábamos en silencio, yo sintiéndome tonto por haber preguntado algo cuya respuesta ya sabía. Ni el mago más poderoso podría hacer algo así…, comenzaba a decir mamá, refiriéndose a los rumores que decían del hermano hebreo del Supremo. ¿Mago?, decía Kafele, como si quisiera burlarse de la nobleza de mamá; esto no es obra de ningún mago ni ningún hebreo. Kafele, por favor…, mamá intentaba tranquilizarlo. ¡No!, continuaba él; todo esto es culpa de su dios, el dios de los esclavos.
Y aunque al principio yo intentaba apoyar a mamá cada vez que ella trataba de justificar todo lo que pasaba con algún dejo de esperanza, poco a poco comencé a compartir el sentimiento de mi hermano por aquel dios. Porque después de los piojos vinieron las moscas. Y, como si eso no bastara, luego el castigo cayó sobre el ganado, que comenzó a morir repentinamente, como si aquella tirana divinidad se burlara de los animales que habían logrado sobrevivir a las pestes anteriores.
Después el azote nos tocó a nosotros que, aunque ya podíamos salir de nuestras casas para intentar buscar algo de comida, lo único que nos importaba era ir al río para tratar de calmar, aunque fuera un poco, el ardor que nos producían las llagas que nos habían comenzado a salir.
Ya nadie se preocupaba de qué pasaba con los esclavos o de cumplir con las tareas diarias. Ya nadie llevaba la cuenta de cuántos días duraba cada castigo, y lo único a lo que podíamos aferrarnos era a la esperanza de que las cosas cambiaran para el día siguiente. Pero lo único que los días siguientes traían eran nuevos tormentos; tormentos que nadie terminaba de entender.
¿Por qué, por qué?, lloraba Meskhenet cuando su madre terminó pereciendo por las úlceras que le salieron. ¿Por qué, por qué?, gritaban las personas que habían perdido sus casas y animales con el granizo, y habían sido arrastradas hasta nuestro pueblo por las inundaciones que este provocó. ¿Por qué, por qué?, suplicaban todos los egipcios al ver que los pocos sembradíos que quedaban eran arrasados por la ola de langostas que el dios hebreo decidió enviar con el viento.
Pero nadie sabía por qué, y, al final de la jornada, lo único que nos quedaba era ir a dormir con el consuelo de que, al día siguiente, Ra hiciera desaparecer todo castigo con la salida del sol.
6
Pero al día siguiente el sol no salió. Ni el día después. Aunque el contar días era solo un decir. Las primeras horas la gente se mantuvo en sus casas, esperando en silencio, soportando el peso de toda esa oscuridad. Habíamos llegado al punto en el que ni siquiera la desesperación servía como desahogo, y en lo único en lo que aquellas tinieblas ayudaron fue a enterrar cualquier dejo de esperanza que alguno de nosotros hubiera intentado mantener vivo.
Pero poco a poco algunas personas comenzaron a salir. Nos dimos cuenta porque, paulatinamente, los murmullos del exterior iban aumentando. Seguro que alguien trajo noticias, dijo mamá, iré a ver qué pasa. Pero Kafele la detuvo. No salgas, le dijo, esperemos. Pero…, intentó replicar ella. No, repitió Kafele, algo no está bien…
Horas después comprendimos que no solo algo no estaba bien, sino que todo estaba mal. Los murmullos habían ido aumentando poco a poco, hasta llegar a convertirse en palabras. Pero también las palabras fueron creciendo hasta transformarse en gritos. Pero no en gritos de súplica o duda, sino gritos de horror, de miedo, de llanto. ¡No, por favor! ¡Por favor!, gritaban algunos en la calle, pero no tardaban en ser ahogados por una turba de insultos y risas.
¿Qué está pasando?, preguntó mamá. Están comenzando a saquear las casas, susurró Kafele. Aprovechan la oscuridad para eso. ¿Quiénes?, preguntó mamá aferrándose a mí, que la sentía verdaderamente asustada por primera vez. ¿Los esclavos? ¿Los egipcios?
No lo sé, respondió Kafele, y dudo que la diferencia realmente importe.
7
Nunca terminé de entender qué sucedió exactamente después. No sé si estaba durmiendo o si ya me había acostumbrado tanto a la oscuridad que daba lo mismo estar despierto o dormido. Solo pude escuchar los gritos de mamá y sentir que la alejaban de mí. Los gritos de Kafele, que decía que la suelten inmediatamente. Y alrededor solamente risas; risas que, por más fuertes que fueran, no lograban acallar los gritos de auxilio de mamá y los forcejeos de mi hermano. Yo traté de ver dónde estaba mamá, pero ni siquiera alcanzaba a ver mis propias manos. Me movía de un lado a otro, intentando seguir la voz de mamá que, poco a poco, iba ahogándose con su llanto. Escuchaba a mi hermano decir que la soltaran, y luego continuaba forcejeando, hasta que en algún momento cayó y solo quedaron sus gemidos mientras la oscuridad lo golpeaba, así como la oscuridad terminaba de abrazar a mamá. Yo traté de levantarme nuevamente, pero la oscuridad me empujó y comenzó a golpearme en el suelo. Y lo siguiente fue solo eso. Oscuridad y nada más que oscuridad.
8
Lo único que el sol trajo consigo al día siguiente fue dolor y muerte. Me despertaron los sollozos que venían de afuera, y lo primero que pude ver fueron los ojos secos y abiertos de mamá. Estaba tirada cerca de la puerta, desnuda y con el cuerpo lleno de rasguños y mordidas. Quise llorar, pero me detuvieron los quejidos de Kafele. Estaba tirado hacia el otro lado, intentando levantarse. Tenía la cara llena de golpes y la cabeza cubierta de sangre. Me apresuré hacia él y lo ayudé a levantarse. ¿Y mamá?, preguntó, sin poder verla por tener los ojos completamente negros e hinchados. Mamá se fue, le respondí, y vi cómo las lágrimas lograban abrirse paso a través de las ranuras de los párpados.
Logré meterlo en uno de los cuartos y dejarlo descansando hasta que pudiera conseguir un poco de agua y comida. Afuera las calles abundaban en llanto. Las mujeres que habían sobrevivido pedían ayuda, y los hombres que no las habían atacado se apresuraban en cubrirlas y darles algo de comida.
Conseguí un poco de agua de uno de los vecinos, además de algunos granos de trigo. Los llevé al cuarto y se los di a Kafele, que no dejaba de sollozar cada vez que lograba despertar.
Cuando comenzó a oscurecer pudo mantenerse despierto por más tiempo y entonces le di de comer y beber. Come tú también, me dijo, pero yo solo asentía sin siquiera abrir la boca. Todo estará bien, susurraba de vez en cuando. Ya verás que todo estará bien… Finalmente los dos quedamos dormidos.
9
Nunca supe si fue por la golpiza y la maldad nuestra, o si fue el castigo tirano de la divinidad que se divirtió jactándose de su poder frente a un montón de pobres insectos. Lo único que sé es que al día siguiente yo estaba completamente solo, con un padre, una madre y un hermano mayor muertos, completamente rodeado de destrucción y dolor, mientras afuera los hebreos salían de Egipto cantando himnos de alabanza al poder de su dios.
SOBRE EL AUTOR
Miguel Carpio (Bolivia, 1993). El 2012 ganó el premio Pablo Neruda con el poemario Jazzologías (2015, Editorial 3600). Fue seleccionado por la Unión Europea en la antología Bolivia sub-35: Narrativas emergentes por su libro de cuentos Dos botellas más cerca de la muerte (2021, Editorial 3600) y forma parte de la antología Boundless 2022: The anthology of the Rio Grande Valley International Poetry Festival (2022, FlowerSong Press). Fue seleccionado en la convocatoria 100 Artists por Sudkulturfonds. Publicó relatos, poemas y reportajes en las revistas Casa Bukowski, Marabunta, Cuaderno y 88 Grados.
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