por Mario S. Portugal Ramírez
Las epidemias no respetan fronteras, menos aún gobiernos. No importa si se cierran aeropuertos ni carreteras, tampoco que se cerquen ciudades; no hay ley, muro o armamento capaz de detener al enemigo invisible. El virus esta por doquier, en las calles, en tu casa, en el abrazo del amigo, en el beso del ser amado; no le importa tu edad, tu religión, ni tu clase social. El virus se extiende sin control, mientras toda organización político-social colapsa. Las líneas anteriores suenan exageradas, pero representan nuestro miedo inherente a las epidemias.
La literatura ha reflejado este temor. El Decamerón (1353) de Giovanni Boccaccio está compuesto por narraciones sobre las desventuras de diversos personajes. Los narradores son diez jóvenes de la nobleza, refugiados en una villa abandonada tras huir de una Florencia azotada por la peste. Boccaccio, quien presenció la epidemia de peste negra en Florencia de 1348, llama a esta época el “pestífero tiempo de la pasada mortandad”.
Siglos más tarde, Edgar Allan Poe publicó La máscara de la Muerte Roja (1842), donde el príncipe Próspero, junto a mil nobles, se recluye en una abadía para escapar de una enfermedad que ha despoblado su reino. La epidemia, la Muerte Roja, se manifiesta con dolores, vértigo y profusa sangre que bulle por los poros, matando a la víctima en media hora. La piel del enfermo queda marcada en rojo, porque “la sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre”. Sin embargo, los altos muros de la abadía no protegen al príncipe. Una noche, en medio de un bacanal, la Muerte Roja se presenta como un invitado y aniquila a todos.
En 1947, Albert Camus nos trajo su celebrada obra La Peste, donde el frenético ritmo en la ciudad de Orán (Argelia) es interrumpido por la peste bubónica. Los muertos yacen en las calles, las medidas sanitarias no contienen la enfermedad; no queda otro remedio que poner a Orán en cuarentena, vigilarla para que nadie escape. La crisis reúne a tres personajes en una amistad improbable, el médico Bernard Rieux, el periodista Raymond Rambert y Jean Tarrou.
Los tres ayudan a los enfermos, sobreviven la epidemia, aunque sus vidas cambian para siempre. Otros personajes no tienen tanta suerte: Cottard, ante tanta muerte, pierde la cordura y sale a las calles a disparar al que se le atraviese.
En su Ensayo sobre la ceguera (1995), José Saramago narra las consecuencias de una rara pandemia que deja ciega a la gente. A lo largo del texto, somos testigos del derrumbe societal, pues medidas profilácticas como encerrar a los enfermos no dan resultado; la ceguera se extiende, la solidaridad desaparece y la ciudad es una jungla donde los ciegos pelean armados hasta por la comida.
Cada una de estas obras encierra una metáfora particular, relacionada con las condiciones históricas en que fue escrita. Por ejemplo, se considera que Camus escribió La Peste para criticar las atrocidades del régimen nazi. No obstante, hay algunos temas comunes en estas obras tan disímiles.
Los autores hacen una crítica explícita a los poderosos, representada en la nobleza o el Estado, indolentes ante el sufrimiento del pueblo. En La Máscara de la Muerte Roja, el príncipe y sus nobles permanecen en la abadía divirtiéndose, mientras ignoran el destino de sus súbditos. Boccaccio va más allá, pues resalta el desprecio del noble por el humilde. Los protagonistas presentan al florentino popular como un ser vulgar, de moral corrompida que siempre se sale con la suya. En uno de los relatos, el joven Martelino se hace pasar por tullido para luego asegurar que una imagen de San Arrigo le ha curado. A pesar de que se descubre el engaño, el joven logra evitar la horca.
Camus y Saramago critican la ineptitud del Estado y su abuso de los aparatos represivos. Tanto el prefecto en La Peste como el Ministerio de Salud en el Ensayo sobre la ceguera subestiman la epidemia, son reacios a aceptar consejos, niegan la gravedad de la situación y contribuyen al desastre sanitario gracias a su pesadez burocrática. Las medidas que toman las autoridades son estériles, como la cuarentena en La Peste o la confinación de ciegos en un manicomio en El Ensayo. Su fracaso trae represión, el ejército clausura las salidas de Orán para evitar que los infectados huyan; también dispara a mansalva a los ciegos de Saramago.
Además, los límites espaciales, materiales y simbólicos que impone el Estado son inocuos. La enfermedad no puede ser controlada por fronteras, muros, agentes migratorios o sus leyes. De nada le sirve al poderoso su riqueza para rodearse de altos muros como en La Mascara Roja, la epidemia le alcanzará de todas formas, la muerte es democratizadora.
La epidemia es precedida por una degradación del contrato social. En este sentido, la enfermedad es una alegoría de una sociedad que se derrumba y cuyo destino es el exterminio. En el Decameron y La Muerte Roja es la decadencia de la nobleza que, incapaz de entender la realidad, se recluye e ignora la situación. En La Peste tenemos a una Orán con ciudadanos indolentes, egoístas, cuya vida gira en torno a incrementar la riqueza personal. Para Saramago el proceso es más lento, la ceguera es la anomia, la ausencia de cualquier regla de convivencia social. Así, los ciegos violan, asesinan y cometen todo tipo de crímenes. El autor profundizaría sobre esta degradación social en otra obra: Ensayo sobre la lucidez.
La degradación implica una clausura del futuro. La enfermedad es la pérdida de toda esperanza personal y, por añadidura, el fin del proyecto social. Los no-infectados caminan, literalmente, entre muertos y condenados a muerte, por lo tanto, ellos también son muertos vivientes. Saramago resume esto en una bella frase que pone en labios de un anciano: “Sin futuro, el presente no sirve para nada, es como si no existiese…”
Un último aspecto es el estigma del infectado. El sociólogo Goffman señalaba que el estigma es un atributo impuesto que desacredita y determina la “normalidad” de un individuo. Un estigma, cuando es una diferencia evidente y reconocible, hace que los individuos sean inmediatamente desacreditados, así por ejemplo las inflamaciones en la piel producidas por la peste bubónica en Orán. No obstante, el estigma puede ser más sutil, cuando la diferencia no se percibe de inmediato el sujeto es susceptible de ser desacreditable; es el caso de los ciegos ceguera del Ensayo. En suma, tarde o temprano la enfermedad desacredita, pone en evidencia al enfermo al cual se deshumaniza. Poe, resumía el fatal destino de los infectados por la Muerte Roja que “aislaba de toda ayuda y de toda simpatía”.
La realidad a veces emula la ficción. El coronavirus se extiende por el mundo, aunque el miedo a contagiarse se propaga más rápido que la propia enfermedad. Las acciones tomadas casi copian a las de la literatura: ciudades en cuarentena donde se prohíbe a la gente salir a la calle, estigmatización de ciudadanos chinos, acciones estatales que no controlan la enfermedad. En nuestro país, a principios del 2009, una epidemia de dengue afectó a miles de bolivianos, causando decenas de muertos y el colapso del sistema de salud. Los periódicos perdieron toda su sobriedad con titulares como “Bolivia cerca de la peor epidemia en su historia”, o “el dengue avanza sin control”. A inicios del 2020, los titulares tienen el mismo tenor. Marx, parafraseando a Hegel, decía que los hechos históricos se repiten dos veces: la primera como tragedia, la segunda como farsa.
Texto original publicado en Suplemento BRÚJULA, Año 21 No 244, 8 de febrero de 2020. Periódico El Deber (Santa Cruz - Bolivia)
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