Fue la última temporada que pasaste en aquel lugar. No se había detenido del todo la avioneta cuando ya estabas desabrochándote el cinturón y levantándote para agarrar tu mochila. Bajaste de un brinco, atropellando y a trompicones. Pisaste el asfalto que a lo lejos parecía encharcado, y en segundos la humedad del trópico bosquejó mapas de sudor en tu camiseta. Tu tesis te importaba, y mucho, pero ese no era el motivo de la premura (en el fondo sabías que era una excusa para estar de nuevo en ese pueblo, bajo ese cielo, en ese clima, sobre sus calles, entre sus gentes y, sobre todo, junto a Victoria). Se habían enamorado hacía más de tres años cuando hiciste tu primer voluntariado y ella era una activa defensora de su comunidad. No podías esperar más y saliste deprisa del aeropuerto a su encuentro. Te detuvo por un rato la avenida que a medio día parecía un río desbordado de carros y motos y mulas que iban y venían por aquí y por allá. Ni un semáforo, ni un paso de cebra y mucho menos un puente. Por fin encontraste el momento y cruzaste al otro lado esquivando la muerte en el frenesí de la vida. Ahí estaba ella, incambiada como la espera. Te abrazó y tomaron un transporte que te llevaría a tu nueva morada.
Estos últimos años han sido muy duros, amor, la guerra se ha intensificado y nos siguen matando una y otra vez, te contaba Victoria a media voz mientras atravesaban el pueblo en un viejo jeep Willys colmado de gente negra. A pesar de la gravedad de lo que escuchabas, sentías una suerte de satisfacción, estabas con ella y además tenías un escenario perfecto para demostrar tus hipótesis sobre la guerra, el terror y el racismo que la alimentaba. Investigar sobre las atrocidades de la guerra y sus secuelas en aquel recóndito lugar no era algo que te llenara precisamente de gozo el corazón, pero sí te permitiría conocer, sin lloriqueos ni nihilismos, la condición esquizofrénica de la humanidad. Esa era tu tesis.
Llegaron a una humilde casa palafítica construida a orillas del mar. Entre los resquicios del piso de madera podías ver bolsas de plástico, residuos orgánicos y desechos de todo tipo flotando bajo la casa en un vaivén luctuoso. Es mejor que no mires mucho, podrías toparte con una parte cercenada de algún cuerpo, te advirtió ella mientras preparaba algo de beber. A veces el mar, haciendo un acto de justicia para unos o fungiendo de espejo atrabiliario para otros, devuelve cuerpos de amigos o vecinos o familiares desaparecidos, te dijo al tiempo que te entregaba una taza de café. Te asomaste por una ventana tapada con cortinas pero sin cristal y viste en las casas vecinas a niños saltando hacia el agua desde pequeños troncos de madera, jugando en medio de la miseria a la que habían sido condenados los abuelos de los abuelos de sus abuelos. Tú, que vivías de pequeñas certezas, veías cómo un país extraño era la constatación perfecta de la contradicción. El verde tupido que brotaba de robles, cedros, nísperos y manglares contrastaba con un imponente puerto que se erguía como imagen de progreso y modernidad, devorando en su crecimiento playas, árboles y caseríos. Ese puerto, te contó Victoria, es una de las causas de tantas muertes y desapariciones, se quieren apropiar de nuestras tierras, de nuestras vidas y nuestros muertos. Lo imaginabas. En el colegio te habían ensañado una historia sobre intercambios mercantiles entre Europa, África y América, pero tiempo después conociste por cuenta propia otras versiones donde los mercados eran más que intercambios comerciales.
Ya tendremos tiempo para hablar de eso, le dijiste. Para eso viniste, ¿no?, te inquirió. Asentiste dubitativo y hubo un silencio eterno comprimido en un puñado de segundos. Ven. La abrazaste, le susurraste al oído todo lo que la habías extrañado, todo lo que la habías pensado, todo lo que la habías deseado. La besaste mientras le agarrabas sus duras y paradas nalgas con ese fervor que inspira lo imposible, y ella te acariciaba la barba que cubría la mitad de tu pálido rostro enrojecido como un caqui por el calor del trópico.
Enceguecidos por el deseo, estuvieron horas tocándose cada parte de los cuerpos, reconociéndolos y descifrándolos como si fueran hojas braille. Follaron todo lo que quedaba del día. Y así fueron tus días y tus semanas. Ella entraba en las mañanas como una brisa fresca, te contaba lo que pasaba en el pueblo, te acompañaba como un ángel guardián a recorrerlo, a tomar fotos, a hacer entrevistas, a revisar la prensa y a conseguir documentos en instituciones públicas, iglesias y oenegés. Luego volvían a casa y follaban como si no hubiese mañana.
Ha pasado un año y todavía sientes en la nariz el olor de su sexo. Te despertaste hace varias horas y nos has podido conciliar el sueño. Cada vez duermes menos intentado entender qué pasó, pero no hay respuesta. Vives en la frontera del sueño y la vigilia. Tu novia te prepara unas tostadas con mantequilla y mermelada de naranja y te sirve una taza de café. Acaso es esta la mañana más fría de todo el invierno y preferirías no ducharte, pero estás hecho un zombi y necesitas agua en la cabeza. Hoy tienes que defender ante los jurados tu tesis doctoral. Mañana serás un doctor, un PhD, un hDp. Pero hoy, ahora, no eres más que un manojo de pensamientos recurrentes. En lugar de dar un último repaso a tu presentación, te tomas un buen tiempo desayunando. Tu mente es taciturna, enlodada como el suelo que quedaba bajo tu casa de palafito cuando bajaba la marea. Te vistes, te pones tu abrigo marca Quechua, paradójicamente nombrada como aquel pueblo indígena sudamericano que un día conociste, y te despides de tu novia. Le dices que quieres irte con algo de tiempo y que la esperarás directamente en el auditorio de la universidad.
Afuera el cielo es tupido y gris. Árboles desnudos y hojas secas revoloteadas por el viento intentan agarrarse al asfalto, a un abrigo, a una cabellera, como negando su propia muerte aferrándose a cualquier cosa. Te has vuelto un poco místico y crees que ese cielo no es el preámbulo de una tormenta sino una admonición íntima y personal dirigida a ti. A pesar del frío, evitas el metro y prefieres ir andando. Tiendas de ropa, tiendas de adornos, tiendas de muebles, tiendas y más tiendas; terraza tras terraza, bar tras bar, avenida tras avenida, monumento tras monumento, edificio tras edificio y balcón tras balcón, algunos enarbolando banderas de no sabes qué fronteras. No hay contrastes. Sigues caminando por las mismas calles que has caminado toda tu vida, te cruzas con la misma gente que te has cruzado toda tu vida, blancos, blancos, blancos, chinos, negros, latinos, indios, blancos. Pasas frente a la plaza de toros y piensas: sí hay contrastes. Disculpa, ¿estarías dispuesto a apoyar nuestra labor?, te interrumpe una entusiasta joven rubia que viste chaleco rojo mientras te muestra un folleto con fotos de niños indios y negros sonrientes abrazando a chicas como la que tienes en frente. Con solo uno o dos euros al mes nos puedes ayudar a seguir salvando la vida de tantos niños que nos necesitan, te dice. La miras, y sin mediar palabra, sigues tu camino rumbo a la universidad. Ese nos necesitan te resuena como un bombo en el cerebro y vuelven las imágenes y los recuerdos.
¡Gringo, gringo, una monedita, una monedita!, te habían dicho unos niños mientras caminabas por una de esas calles de arena y piedras que conducía a tu casa. Te causaba gracia que a todo extranjero le llamaran gringo. No les des dinero que con eso solo resuelves dilemas de tu conciencia, te reprochó Victoria. Aquí preferiríamos justas leyes y no filantropías apócrifas. Era extraño, siempre admiraste su inteligencia, sus interpretaciones del mundo, sus reflexiones; cada frase suya movía tus cimientos más firmes, pero al mismo tiempo hería tu ego, dinamitaba con pequeñas ráfagas de odio el amor que por ella sentías. Lo hago con buenas intenciones, le respondiste, además, la filantropía nunca puede ser apócrifa, sería un oxímoron. ¡Entonces tú y el puto mundo son un gran oxímoron! te contestó enfadada. Tú también te enfadaste. Había puesto en duda tu altruismo, tu compromiso con los más necesitados, como si tu viaje a esas lejanas tierras no demostrara nada. Te encolerizaste. De la discusión pasaron a los insultos, hijoputa va hijueputa viene, gilipollas va malparido viene hasta que, como nunca perdías una discusión, le prodigaste la peor de las imprecaciones: ¡Vete a la mierda, que no te quiero volver a ver ni en las aguas que corren bajo esta casa! Se te fue la lengua.
Pasaron varias semanas sin verla. A ratos la extrañabas, a ratos te arrepentías de lo dicho; a ratos te enfadabas y la mandabas de nuevo a la mierda. El hecho es que no la volviste a ver, pero no dejaste que su ausencia echara al traste tu trabajo. Seguiste en lo tuyo: escribiendo, fotografiando, entrevistando. Llegó el día de tu partida y decidiste dar un último recorrido para despedirte de tus amigos y conocidos. Diste un paseo por el malecón y llegaste a la plaza central del pueblo donde había una manifestación. Un centenar de personas vistiendo camisetas blancas estampadas con fotos de sus familiares y amigos desaparecidos exigían justicia y verdad. Pedían que los medios de comunicación se hicieran presentes para contarle al mundo, o por lo menos al país, las barbaridades que ocurrían en sus comunidades porque afuera parecía que no pasaba nada, que las vidas negras no importaban. Cuando pedimos paz nos confirman la muerte, decía una pancarta que sostenía un grupo de estudiantes. La paz que nos dan es la paz definitiva de la nada, decía otra. Avanzaste entre la muchedumbre y te dirigiste hacia un grupo de mujeres que hacían una suerte de velorio múltiple y simbólico de sus muertos sin cuerpos. De repente, un delirante viento polar cristalizó tus huesos en pleno trópico. No podías creer lo que tus ojos vieron. Era Victoria, sonriente, incambiada como la espera, grabada en la camiseta que tenía puesta Doña Cleo, su madre. Más de tres años y nadie nos dice nada de Victoria, mijo, te dijo. El Estado no me da respuestas, el mar ni una pista y el tiempo no cura… ¡Nada!, gritó su madre mientras te abrazaba. Te quedaste atónito. No pudiste musitar palabra alguna, ni siquiera atinaste a responder su abrazo. No entendiste nada, hacía tan solo unas semanas que habías discutido con ella ¡Pobre mujer, pobre gente, la guerra los ha enloquecido, ya no distinguen los vivos de los muertos!, exclamó tu cerebro.
Llegas a la puerta de la universidad y te detienes. Se te encharcan los ojos, aspiras hondo y espiras con un pequeño gemido todas tus miserias. Entras a defender tu tesis.
* Este texto fue publicado originalmente en Revista Lexikalia No 8 (Colombia, 2019)
Comments